Diversos analistas han tratado de comparar la protesta brasileña con las manifestaciones de oposición al gobierno de Cristina Fernández. Pero hay diferencias entre los cacerolazos antikirchneristas y las movilizaciones de Brasil.
Dilma Rousseff no imaginaba que se estaba gestando tanto descontento y que las manifestaciones serían el medio para expresarlo. Un descontento que se produce tras una década de conquistas democráticas profundas, caracterizadas por una ampliación de los derechos y las oportunidades, especialmente promovidas entre los sectores más pobres.
Brasil es un país marcado por la injusticia y la desigualdad. Y, aunque las cosas han comenzado a cambiar, suponer que la gente debería salir a la calle para agradecer una década de avance en los derechos sociales no pasa de una pretensión cándida y petulante. También lo es la deducción simplista de que el importante apoyo que ha tenido el PT le brindará una inmunidad eterna a la protesta. Cuando los derechos se amplían, la gente quiere más. Se trata de una gran conquista democrática: la consolidación de una cultura política que reconoce que los derechos no son algo que nos regalan o conceden los poderosos, sino algo que nos pertenece.
Las manifestaciones no reclamaron sólo un indebido aumento de veinte centavos en el transporte público. Expresaron su crítica a las pésimas condiciones de movilidad en una ciudad como San Pablo, donde la gente más pobre usa tres horas por día para ir y venir de sus empleos, y lo hace, además, maltratada y humillada. Un transporte caro y malo, donde el gigantesco lucro empresarial convive con la tolerancia de gobiernos indiferentes y corruptos.
Las movilizaciones son por más democracia, más derechos, por mejores condiciones de vida, de educación, más y mejores hospitales, transporte público digno (y gratuito), contra la corrupción, contra la violencia (particularmente contra la violencia policial), por el respeto a la diversidad sexual, contra el uso ostensivo de recursos públicos en una Copa del Mundo cuyos beneficios no parecen demasiado visibles para el conjunto de la población. Algunos salen con una bandera, enarbolando una única reivindicación. Otros salen con muchas, defendiendo todas. No están organizados bajo los modelos tradicionales de los partidos o de los movimientos sociales. Pero ganan una enorme capilaridad y exhiben una extraordinaria capacidad de respuesta. Piden, reivindican, gritan, exigen lo común, lo público, lo que es mejor para todos. En suma, sabiéndolo o no, hacen política. Y buena política.
¿Hacia dónde se dirigen? Difícil es saberlo con precisión. Podemos tratar de entender qué es lo que piden, sin dejar de analizar qué es lo que ha pasado. “La democracia –dijo Lula pocas horas después de la primera gran movilización– no es un pacto de silencio, es la sociedad en busca de nuevas conquistas”. La frase despertó al gobierno de Dilma de la hipnosis en la que parecía haberla petrificado la multitud.
Nadie sabe qué pasará. Sin embargo, es difícil dudar que las movilizaciones de los últimos días han contribuido a avanzar en las luchas por un país mejor, más inclusivo, más justo y democrático. No era esto lo que se escuchaba en las calles de Buenos Aires aquellos días en que las cacerolas volvieron a salir de la cocina para ejercitarse en el complejo ritmo de la protesta callejera.
*Profesor de la Universidad del Estado de Río de Janeiro. Secretario Ejecutivo de Clacso