Porque, en esencia, ¿qué es la democracia sino la disponibilidad de información para que el pueblo pueda reflexionar y deliberar? En consecuencia, sólo es de verdad democracia aquélla cuyo pueblo está informado; de lo contrario, será sólo un régimen y no un sistema. Si se esconden políticas, y la riqueza y variedad de los debates populares tienden a cero, no se puede hablar de democracia ya que la resultante de aquella carencia medular es la supervivencia de un mecanismo con todas las apariencias de una democracia pero ignorante y tumultuoso, contrario a una república y su substancia.
Acaso en estas cuestiones estaría pensando Barack Obama cuando declaró, el viernes 15 de febrero de 2013, “ésta es la administración más transparente de la historia. Cada visitante que viene a la Casa Blanca forma ahora parte de un registro público. Cada ley que aprobamos y cada regulación (...) la colocamos online”. Pero ni la transparencia se limita a los visitantes de la Casa Blanca ni la informática a la disponibilidad de textos legislativos a través de internet, para su desdicha y la de las víctimas de sus políticas.
El tenor de la democracia norteamericana, las acciones de organismos de la administración veladas al conocimiento público y las restricciones que los propios medios de prensa estadounidenses se infligen al momento de hablar de ciertos temas son los objetos alrededor de los cuales bascula el libro de Glenn Greenwald, Ningún lugar donde esconderse. Edward Snowden, la Agencia de Seguridad Nacional y el Estado de vigilancia en los Estados Unidos, recientemente aparecido y en el que se relatan las tropelías de la agencia (NSA) que en EE.UU. se ocupa de todo lo relacionado “con la seguridad de la información”, según lo reveló Snowden, un consultor tecnológico que hoy vive en Moscú y ha sido requerido por Norteamérica por un “asunto criminal”.
El volumen –cuyo autor mereció el Pulitzer 2014– incluye varias copias facsimilares de los documentos que revelan operaciones de la NSA, para que no queden dudas de aquello de lo que se trata. Tras la publicación del libro, las palabras de Obama –quien, como lo mostró la canción de los Beatles Help, es alguien (somebody) pero no cualquiera (anybody)– avergüenzan a la democracia mucho más que su meneado traje de color beige o caqui, con el que al parecer no se puede anunciar “que íbamos a la guerra” contra Estado Islámico (EI).
El auto de fe de Snowden, según Greenwald, fue: “Deseo desencadenar un debate a nivel mundial sobre problemas como la privacidad, la libertad en la red y los peligros de la vigilancia de Estado (…). No tengo miedo de lo que pueda sucederme. Me he resignado a la idea de que, después de haber hecho lo que trato de hacer, muy probablemente mi vida no volverá a ser la misma”. Creer o no es parte de una opción subjetiva. En cambio, la revelación de que en noviembre de 2012 el presidente Obama había firmado una directiva de alto secreto ordenando al Pentágono, y a otras agencias análogas, iniciar los preparativos para una serie de operaciones de guerra telemática ofensiva en todo el mundo nada tiene de subjetivo; se trata de información que se quiso mantener tras bambalinas.
El autor se pregunta qué tiene que ver con la seguridad nacional desarrollar programas (Olympia) que permitieron a Canadá (uno de los pocos socios privilegiados de EE.UU. en esta materia) controlar el Ministerio de Minería y de Energía del gobierno de Brasil para favorecer a sus propias empresas, practicando espionaje industrial y diplomático, al mismo tiempo que acusaba a China de hacer lo propio. Las revelaciones ponen de manifiesto el involucramiento de empresas tales como Gmail, Facebook, Hotmail, Yahoo!, Google, Skype, Paltalk.com y otras (con la probable excepción de Twitter) en la intromisión en la infraestructura de comunicaciones que permite el tráfico internacional mundial de internet para extraer datos sin solicitar permiso de los clientes. Greenwald hace notar que hay compañías cuya publicidad justamente hace hincapié en el cuidado que ponen en proteger la privacidad de sus consumidores. No hay mediciones del impacto de esta desfachatez en la eficiencia que da la transparencia a los mercados, pero sí las hay sobre la credibilidad que merece Obama para sus compatriotas, que seguramente será menor que la que se ha ganado Pepe Mujica en la opinión del mandatario yanqui, ya que mentó “la extraordinaria credibilidad (de Mujica)” en materia de defensa de los derechos humanos y la democracia.
Parte de la reticencia de Obama en distanciar a su gobierno de la contradicción democrática esencial (y el doble estándar ético) de continuar con el uso pleno y universal del menú de armas cibernéticas a su disposición se explica por varias razones. La primera es el extraordinario desarrollo tecnológico de esa capacidad, sumada a la igualmente suprema habilidad técnica-militar del uso de los aviones robots (ofensivos o fisgones) y a la irresistible presión que legisladores republicanos y cabilderos de la industria fabricante de esos artefactos ejercen sin cesar.
La segunda debe asociarse a la incorporación irreversible del concepto –y la práctica– de guerra cibernética a todo planeamiento militar actual y futuro, pero también a la necesidad de obtener información fidedigna y útil a la hora de tomar decisiones políticas, financieras y empresariales significativas.
Hay también una tercera razón, que se liga a la evolución profunda de la imagen que el pueblo americano tiene de lo que era “su” ejército hasta 1973, comparado con lo que es hoy. Hasta 1948, cuando el presidente Truman anuló la segregación, el ejército era un ejército de oficiales y suboficiales blancos y un puñado de batallones de negros. Salvo los reclutas, claro. Pero siguió siendo el ejército del pueblo americano y no el del Poder Ejecutivo del gobierno estadounidense, por lo menos hasta que Vietnam terminó con la conscripción.
Hoy, las fuerzas armadas son enormes maquinarias manejadas en muchos niveles por contratistas, subcontratistas y soldados “profesionales”. Esta gigantesca aunque no siempre eficiente estructura carece de rivales mundiales y de límites, cada vez menos efectivos en la gravitación que ejercen sobre la toma de decisiones de la Casa Blanca.
La estrategia de “conducir desde atrás”, de “proyectar el poder a distancia”, que son las formas consagradas de la política mundial de la “administración Obama”, necesita todo el arsenal ciberelectrónico disponible si, como parece, lejos de disminuir, el número de los países que figuran en una lista de enemigos, adversarios, refractarios, y de los regímenes u organizaciones calificados de “terroristas” se sigue incrementando.
Si bien el poder y el número de sus aliados son rotundamente superiores en fuerza, poder económico y proyección, un enigma central configura el interrogante siguiente: ¿hasta cuándo podrá conciliarse verosímilmente democracia con predominio?
La Rochefoucauld sentenció: “Estamos tan acostumbrados a disfrazarnos para los demás, que al final nos disfrazamos para nosotros mismos”.