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Democracia y plebiscito

Hay libros que de tan clásicos ya nadie lee. En La emboscadura (1951), también conocido en castellano como Tratado del rebelde, Ernst Jünger agrega una figura (el Emboscado) a las otras dos que, en su perspectiva, sostienen la fantasmagoría política de nuestro tiempo, el Trabajador y el Soldado Desconocido.

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Hay libros que de tan clásicos ya nadie lee. En La emboscadura (1951), también conocido en castellano como Tratado del rebelde, Ernst Jünger agrega una figura (el Emboscado) a las otras dos que, en su perspectiva, sostienen la fantasmagoría política de nuestro tiempo, el Trabajador y el Soldado Desconocido. Como es sabido, el “sumario” del libro titula sus diferentes capítulos de tal modo que se arma una frase: “Las preguntas que se nos hacen van simplificándose y exacerbándose. Llevan a disyuntivas, como lo muestran las elecciones. La libertad de ‘decir no’ es restringida sistemáticamente. Está destinada a dejar patente la superioridad de quien hace las preguntas y se ha convertido en un riesgo que se asume en un sitio tácticamente equivocado” (etc.).

Jünger analiza los grandes cambios que han afectado a los procesos eleccionarios de la política moderna: “Al aproximarse a nosotros con sus cuestiones, lo que de nosotros aguardan no es que aportemos una contribución a la verdad objetiva; más aún, ni siquiera aguardan que contribuyamos a la solución de los problemas. A lo que esos poderes conceden valor no es a nuestra solución, sino a nuestra contestación a las preguntas que nos hacen”.

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De ese modo, la consulta se aproxima al cuestionario, y la interrogación, al interrogatorio.

Si, en su origen, la papeleta del voto tiene como objetivo verificar relaciones numéricas y evaluarlas, averiguar qué es lo que el votante quiere, el proceso electoral se orientaba a que esa voluntad del votante pudiera expresarse con limpieza, sin sujeción a influencias ajenas (como corresponde a un acto de soberanía popular).

Jünger se refiere a la pérdida de esa seguridad, de esa libertad y de esa soberanía, señalando que al votante se le exige ahora que genere unos documentos que están calculados para provocar su ruina. “¿Por qué, pues, votar, es decir, elegir, en una situación en que ya no queda elección?”, se pregunta Jünger.

El votante se ve confrontado a una pregunta tal, que resulta recomendable contestarla en el sentido deseado por quien la hizo, y ello por motivos aplastantes. Pero la verdadera dificultad está en que al mismo tiempo debe conservarse la ilusión de libertad.

Subrepticiamente, dice Jünger, se reemplazan las elecciones libres por los plesbicitos.

En los sitios donde el plebiscito se disfraza con la modalidad de las elecciones libres se concederá valor a mantener secreto su verdadero carácter plesbicitario.

La Dictadura pretende de ese modo aducir una demostración no solamente de que se apoya en la mayoría, sino de que el aplauso de ésta tiene al mismo tiempo sus raíces en la libre voluntad de cada cual. El arte del caudillaje no consiste sólo en plantear bien la pregunta, sino, a la vez, en escenificarla bien. La puesta en escena tiene la misión de presentar el proceso como un coro avasallador, que mueve a terror y admiración.

Ese fue el motivo, piensa Jünger, de que fracasaran todas las numerosas tentativas de retornar a la República en la época de los césares de Roma. De repente, aquella población (obsesionada por el temor a los tiranos) que había fundado la República se precipitó a la servidumbre y otorgó a un soberano el poder institucional más ilimitado que podía concebirse. Los republicanos habían sucumbido en la guerra civil o bien habían salido de ella tan cambiados que ya no sabían cómo ni para qué resistir a la Dictadura.

“La emboscadura, en cuanto conducta libre en la catástrofe, es independiente de las fachadas político-técnicas y de sus agrupaciones.”