COLUMNISTAS

Demonios

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Nunca faltan fiscales, de profesión o aficionados. Acontece en todas partes. Sin ir más lejos, este fenómeno, triste y recurrente, pudo constatarse la semana pasada en el Congreso español ahora que José Luis Rodríguez Zapatero y su gobierno socialista marchan rumbo a un ocaso electoral poco menos que inexorable.

Demócrata infatigable, el presidente socialista se presentó ante el parlamento de su país para dar cuenta de su decisión de dar apoyo militar efectivo a las operaciones destinadas a impedir que el tirano libio Muamar Kadafi siga ametrallando y bombardeando a los rebeldes. Es el mismo Zapatero que en 2003, desde la oposición, se opuso a la intervención militar contra el régimen iraquí de Saddam Hussein. En el poder desde marzo de 2004, Zapatero siempre trató de preservar la mejor relación posible con la minoritaria Izquierda Unida, que encarna los restos del otrora poderoso Partido Comunista. Tan importante ha sido esa preocupación del presidente socialista que, no más asumir, el primer líder político invitado por el nuevo presidente español a La Moncloa fue Gaspar Llamazares, el asturiano que encabeza el bloque comunista.

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Los socialistas, que en 2004 obtuvieron el 42,5% de los votos, llevaron 164 diputados al Congreso, mientras que la izquierda comunista, que obtuvo apenas el 4,9%, acreditó cinco diputados. Así y todo, el corazón y la intuición de Zapatero eran claros y por eso, de alguna manera, preservó siempre una consideración muy particular para con una colectividad pequeña y políticamente poco relevante. Pero los fiscales no se arredran y su capacidad enjuiciatoria suele ser muy superior a su importancia verdadera.
Cuando culminaba el recuento de los votos en aquel 14 de marzo de 2004 triunfal para los socialistas, Llamazares le dijo por televisión a Zapatero: “No nos falles”. Dice Carlos E. Cué, de El País de Madrid, que “cuando Llamazares habla en el Congreso y le critica, parece que hablara la voz de la conciencia de Zapatero”.
Voces de la conciencia siempre abundan. Están las propias y están las ajenas. También abundan los procesamientos morales que suelen merodear la praxis de las militancias revolucionarias, sobre todo, en momentos históricos especiales como éste. En el caso español, Zapatero ha resuelto apoyar la intervención internacional para contener los estropicios de un típico sátrapa vitalicio de los que abundan en el mundo islámico. Parado en el recinto del Congreso de los Diputados, el diputado comunista Llamazares le dijo en la cara al presidente socialista Zapatero “quién le ha visto y quién le ve”.

El enjuiciador serial nunca se amilana y siglo y medio de experiencia en la peripecia del marxismo revela que la pasión por excomulgar es poco menos que intrínseco en quienes aun sin saberlo, se perciben a sí mismos como dueños de una verdad suprema. Son quienes describen como “quebrados” a los que cambian, a los que evolucionan, a quienes adoptan nuevos criterios, y se transforman sin temor, fieles a sus valores básicos. Aparecen así las condenas, las execraciones lapidarias.

El fiscal moral no sólo trabaja con la verdad y los hechos fehacientes. Tal vez sin tomar conciencia, en muchos casos necesita armar un enemigo fantasmagórico, un monstruo que, ahora sí, exige la fulminante ejecución retórica, prolegómeno de las otras.
Las ejecuciones no siempre son simbólicas; a menudo son en la carne y en el hueso. ¿Cuántos fusilados hubo en la España de la Guerra Civil dentro de las fuerzas republicanas, en aquellas batallas sangrientas que se daban en el seno de los partidos de izquierda y en las que prevalecía el sanguinario PC de La Pasionaria? En América latina abundan los ejemplos de condenas letales a “traidores”, empezando por el terrible caso del asesinado Roque Dalton, el gran poeta comunista salvadoreño fusilado en 1975 por sus propios camaradas. Las hubo en la Argentina en la guerrilla guevarista de 1964 en Salta y en las formaciones especiales posteriores. Roberto Quieto en 1975, al igual que el teniente Juan Gelman y el capitán Rodolfo Galimberti, condenados a muerte por sus ex compañeros en 1980, y también el ERP mató gente de su propia tropa. Son casos extremos, ciertamente, pero en su enormidad imperdonable, revelan el corazón venenoso de una soberbia exaltada y enceguecida.

Para condenar, primero hay que descalificar. Al tomar la palabra para sentar su posición, el dolido presidente Zapatero, puesto en el cargo por 11 millones de votos, le reprocha democráticamente a su encendido fiscal, el diputado Llamazares, votado por un millón doscientos mil españoles, porque éste ha hecho una burda y superficial desfiguración de su pensamiento, atribuyéndole lo que no es cierto y negando lo que es evidente.

Las trágicas mentiras del stalinismo, que llevaron al cadalso, al paredón o a los concentracionarios gulag a miles de honestos militantes, eran la clave para que el régimen comunista ejerciera el terrorismo de Estado. Cuando liquidaban a los que discrepaban, los llamaban “provocadores sionistas” o “agentes el imperialismo”.
Una vez deshumanizado el contrincante, lo que sigue viene automáticamente. La demonización se instala de modo lubricado. Todo arranca en un narcisismo exasperado, que domina a quienes se sienten autorizados a escarnecer a los diferentes. En la Argentina de estos años, y gracias al relato kirchnerista, esta bestia totalitaria ha cobrado estatura temible. Los herederos de la “juventud maravillosa” son hoy una compacta tropa de fiscales todoterreno.

Los otros días hablé en una recordación del 24 de marzo en el Colegio Nacional de Buenos Aires. Se acercó a saludarme una abuela de Plaza de Mayo. Le di un beso, posando la palma de mi mano sobre su cabeza cubierta con el pañuelo blanco. Me regañó: “Ultimamente estás un poco lejos de nosotras”. La miré con toda la dulzura de la que soy capaz y le dije: “Yo con ustedes estuve siempre, pero ahora muchas de ustedes parece que estuvieran más cerca de Boudou, que no estuvo nunca”. Nos saludamos con un beso.