Nunca entré en la ESMA: y si de mí depende, nunca lo haré. Allí no están mis dos hermanos presos desaparecidos en la tenebrosa Escuela de la Armada. Arrojados al mar desde los vuelos de la muerte, según pude reconstruir tan sólo dos años atrás a partir del relato de un sobreviviente que a su vez reprodujo una conversación con uno de los represores, el día que hizo un comentario sobre el “vuelo de las cordobesistas”: mi hermana Cristina y la Colorada, compañera de mi hermano Néstor, de cuyo final nada sabemos.
Pero si en la ESMA no están nuestros muertos, sí están los fantasmas de todos los padecimientos que sufrieron. La crueldad de los vuelos los días miércoles y los muertos en la tortura, cuyos cuerpos desaparecían cremados en “la parrilla”, los “asaditos” en la tenebrosa expresión de los represores según reconstruyeron los sobrevivientes de la ESMA.
El inmenso edificio de la Avenida Del Libertador está poblado por los ayes de dolor, las culpas de la delación, el “sometimiento a la esclavitud” como todavía nombramos lo que más cuesta definir y menos juzgar, esos dirigentes montoneros que desde los sótanos de la ESMA colaboraban con las ambiciones políticas de Eduardo Massera, quien quería ser el nuevo Perón de Argentina. O el heroísmo de Víctor Basterra, quien como obrero gráfico fue obligado a falsificar documentos, pero a la par, fue el único que consiguió sacar de la ESMA las únicas fotografías que probaron lo que deliberadamente se hizo desaparecer. Otros sobrevivientes fueron menos heroicos, reconvertidos hoy en funcionarios o espías del Estado.
Pero si en la ESMA no están nuestros muertos, sí está lo que consentimos como sociedad por miedo o indiferencia. Nuestra tragedia, también, nuestra vergüenza. Nuestras responsabilidades y nuestras culpas. Todo lo que debemos exorcizar con antídotos democráticos para que decidamos qué debe levantarse en ese lugar. Si una discoteca o un mausoleo.
Sin embargo, antes debemos limpiar esa monstruosidad que significó hacer desaparecer los cuerpos, arrojados al mar o al Río de la Plata, cremados en “las parrillas”. Quien no sea capaz de reconocer lo que significa ese calvario corre el riesgo de ser tragado, deformado por esa misma monstruosidad. Esto es lo que defiendo desde el día que conocimos que el ministro de Justicia y Derechos Humanos había organizado un asado de fin de año; o que el gobierno de la ciudad le sacó la custodia de los lugares de la memoria, entre ellos la ESMA al Instituto de la Memoria, conformado por sobrevivientes de la ESMA y figuras relevantes de los derechos humanos, como el Premio Nobel de la Paz, Pérez Esquivel, para que el Museo de la ESMA sirva antes de propaganda política que de auténtica reserva de la memoria. Un proyecto museográfico con injustificadas cláusulas de confidencialidad, encomendado a la Universidad de San Martín, que contraría lo que disponen los códigos de ética de la museología del nazismo en Alemania. A la hora de reconstruir los museos el Holocausto evitan la injerencia del partidismo, tanto el adoctrinamiento como los golpes bajos.
No dudo de la emoción de la Presidenta, quien como muchísimos argentinos llegó tarde a la tragedia de los desaparecidos. Nadie sale indemne después de conocer lo que allí sucedió, sobre todo, la milagrosa vida de esos bebés nacidos en cautiverio, convertidos hoy en adultos. Como Victoria Donda y Juan Cabandié, quienes, pienso más de una vez, pudieron nacer al lado de mis hermanos. ¿Por qué glorificar ese pasado que no termina de pasar y dejó tanta muerte y sufrimiento? ¿Por qué falsear la historia?
El mismo año que mis hermanos fueron secuestrados, Néstor y Cristina Kichner cambiaba pañales en la Patagonia por el nacimiento de Máximo. Un desfase de tiempo que me hizo sospechar sobre la culpabilidad escondida en nuestra sociedad que explica la sobreactuación de los que creen que la causa de los derechos humanos nació con ellos.
Los Kirchner llegaron a la presidencia dos décadas después del Juicio a las Juntas que el 9 de diciembre condenó a los jerarcas de la dictadura por el plan de exterminio organizado desde el Estado. Una bisagra histórica que abrió camino a lo que nunca tuvimos, continuidad electoral. En cambio, el proceso de revisión del pasado de terror no fue lineal ni contó con el consenso político de los peronistas. Paradójicamente, el sector político más perseguido.
Es comprensible que en la medida en que nos fuimos alejando del terror, otras generaciones y otras personas que antes tuvieron miedo se fueron incorporando a la revisión del pasado. Pero en lugar de la antorcha que se pasa como un símbolo de permanencia y continuidad de la memoria, el gobierno de la pareja Kirchner inauguró su propia gesta de los derechos humanos a expensas de negar a los otros. Y el miedo cambió de lugar: la glorificación del ideal revolucionario estalló como las bombas detonadas en su nombre y el pasado nos volvió a amenazar. Afuera se puso lo que recibimos a manos llena, la desconfianza, el miedo y la delación. Aparecieron los comisarios políticos, los escribas del poder público nos mataron la reputación, se burlaron de nuestras vidas, nos hicieron desaparecer simbólicamente. Esa vieja tradición de negar lo que molesta y creer que nuestra existencia se la debemos a los poderosos que levantan o destruyen monumentos.
En nombre de esa utopía de amor y pacificación que son la causa de los derechos humanos, salió lo peor. No quiero cometer lo que critico: me importa menos lo que las personas hicieron en el pasado que su compromiso actual con lo que está amenazado, el sistema democrático. No conocí a Horacio Verbitsky hasta que compartí esa cofradía de los que día a día, a lo largo de medio año, fuimos al Juicio de las Juntas. Aprendí a respetarlo por las denuncias de corrupción y su defensa de la prensa en un sistema democrático. Para mí, eso ya lo redimió. No me gusta que hoy nos patrulle ideológicamente, ni sus columnas metan miedo, como he visto más de una vez en el Congreso. Al revés, en el pasado, cuando éramos pocos los que denunciábamos los robos de bebés, aprendí a respetar a Estela Carlotto, quien junto a otra de las fundadoras de Abuelas de Plaza de Mayo, Chicha Mariani, recorrieron el mundo y consiguieron que la ciencia avanzada de los EE.UU. se pusiera al servicio de nuestra tragedia, con la invención del “índice de Abuelidad” que permitió identificar a una centena de niños secuestrados. Incluido el nieto de Estela. Sin embargo, ignora los temores de las que fueron sus compañeras de lucha, como Chicha.
No me gusta reconocer el miedo de los que temen las columnas de Verbitsky ni los que no se animan a contradecir a Carlotto. El temor a ser y decir lo que se piensa contraría los principios de igualdad y respeto, sustento filosófico de los derechos humanos. Porque siempre le tememos al poder. Y a sus represalias. En cambio, respetamos la autoridad de los que, como Mandela o Gandhi, nos enseñan a luchar sin violencia para vivir en paz.
*Senadora de la Nación.