COLUMNISTAS

Desastre

Por Beatriz Sarlo. La Presidenta no ha dado señales de que está resuelta a cortar una ristra de apuestas aventureras.

Ella actúa como si hubiera ganado las elecciones ayer.
| Telam

—¿Qué significa todo esto? ¿Cómo terminará?
—Significa que algo está podrido en el Estado de Dinamarca.

Cita del primer acto, escena 4, de Hamlet, mil veces repetida. Sin embargo, la recuerdo como si fueran nuevas las palabras. También los argentinos nos preguntamos qué significa todo esto. El Gobierno falló en todo: por insensibilidad, por cálculo, por cobardía, por confusión, por liviandad. Trataron a Nisman como enemigo, como sospechoso, como impulsivo y paranoico, como falsificador que le pone la firma a lo que otros escribieron, como juguete de Stiuso, el espía que Néstor Kirchner le adosó al fiscal. Excepto que pueda responsabilizarse a la dictadura, para el kirchnerismo los cadáveres son apestosos. Un cadáver arruina el simulacro de la fiesta. Y todo huele mal en Argentina.

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Juegan con fuego en el polvorín que ellos mismos edificaron. Llevan a la práctica el tacticismo más mezquino. Han llegado a un punto donde el retroceso debería ser inevitable si se quieren mantener las piezas del gobierno y del Estado. Son ineficaces incluso para proteger su supervivencia más allá de las elecciones. La efigie de la pata renga en pocos días se convirtió en una antigüedad.

La Presidenta no ha dado señales de que está resuelta a cortar una ristra de apuestas aventureras. Sus intervenciones públicas dejan la sensación de que no reflexiona siquiera sobre los métodos que asegurarían sus propios objetivos. Ni que hablar de sus voceros y lenguaraces, como Capitanich y Aníbal Fernández. Otros dirigentes callan y se sientan con cara sufrida para ser fondo de la arenga en cualquiera de los salones redecorados por la arquitecta egipcia. La Cámpora canta consignas en el territorio amigo de la Casa de Gobierno. Y algunos desesperan: no se lo ha escuchado a Randazzo; Scioli, que creía estar en carrera electoral, de pronto descubre que el tejido de muchos meses, la aquiescencia, la subordinación, la prudencia y la tolerancia a los desplantes son armas herrumbradas de una batalla que se peleó en la primera guerra.

Cristina Kirchner imagina que puede imponer su voluntad como si acá no hubiera pasado nada. Manda una ley fundamental al Congreso sin hablar previamente con los jefes de la oposición, sin explicar otra cosa que las frases sumarias y elementales que pronunció en su última cadena nacional. Exige, como si estuviera en el ápice de su gloria, que, a la carrera, se apruebe esa ley que concierne a los “servicios”. Incluso a quienes no nos parece que sea indispensable poner la etiqueta de política de Estado sobre medidas que admitirían perfectamente variaciones, esta ley concierne algo que es sin duda una política de Estado y, por lo tanto, no debe ser impuesta con el arreador de una mayoría parlamentaria simple. La Presidenta vive intoxicada por los restos de lo que fue su poder, que ahora se está deshaciendo.

Muestra entonces su verdadera cara: no sabe gobernar con viento en contra. Los políticos inteligentes advierten que la política es, casi siempre, no la simple imposición de un objetivo sino estar dispuesto a negociarlo y hacerlo del mejor modo para llegar lo más cerca posible a los resultados que se desean, reconociendo también que habrá que ceder y que la voluntad de ganar en todo puede resultar en quedarse sin nada.

Cristina, en cambio, gobierna como si acabara de ganar las elecciones de 2011. No puede aceptar lo sucedido y, en consecuencia, inventa, cambia de rumbo, improvisa. Se encierra entre las cuatro paredes de sus convicciones o prejuicios, se presenta como infalible y patalea.

Los errores de la Presidenta se agrandan a medida que pasan los días. Incluso si mañana mismo esos errores no se demostraran fatales, incluso si, por alguna vuelta de la suerte (los Kirchner tuvieron suerte y no hay que descartar nunca la casualidad), se restaura la dignidad perdida; incluso si Capitanich and Company vuelven a conducirse como personas normales y no muñecos enloquecidos rodeados de micrófonos o garabateando en Twitter para Mia Farrow, incluso en esas circunstancias, estos días fueron una excursión por los límites.

El cristinismo es un personalismo extremo. Para subsistir, ni La Cámpora ni otras formaciones tienen figuras destacadas. Por eso necesitan de la Presidenta, cuyo personalismo espontáneo se combina con las necesidades de liderazgo mediático de sus segundas y terceras líneas. Las tendencias personalistas de Cristina se multiplican por las necesidades de quienes ven en ella el astro de donde llegan los rayos que los calientan. Hasta ahora fue así.

El subjetivismo no es el peor de los defectos, excepto cuando hace perder de vista que lo que se dice carece de relación con aquello que es necesario decir. El subjetivismo de la Presidenta fue, según los momentos, un rasgo pintoresco. Hoy representa un peligro no sólo para ella, no sólo para su gobierno.

Cristina es soberbia. Practica de una manera implacable el sentido de la propia superioridad. Ejerce el paternalismo con los de abajo; el juvenilismo admirativo-protector con los “jóvenes” que se le subordinan; el campechano estilo de Gran Jefa con sus contemporáneos; la agresiva superioridad con casi todo el mundo. Pero en los días felices no estaba hundida hasta el cuello en un enigma institucional que ella misma contribuyó a complicar. Hacía eso cuando le iba bien y ella creía que le iba mejor todavía; cuando el bienestar de las capas medias le regalaba un colchón de tolerancia (no es por casualidad que tanto Forster como Capitanich se lamenten de que el caso Nisman viniera a cortar las vacaciones felices). Pero hoy su soberbia carece de sustento.

Mientras la Presidenta pudo ejercer a su modo el gobierno; mientras se pensó que sólo era cuestión de meses para llegar a las elecciones, sus caprichos y su estilo, que fueron acentuando el agresivo desparpajo y la pedantería, eran una decoración. Pero ahora las cosas se han complicado.