La Argentina ha vivido en forma reiterada, instancias de zozobra y estupor. No obstante, pareciera ser que cada nueva circunstancia supera en intensidad lo ya experimentado. El escenario nacional, político, económico y social abona esta sensación.
En momentos de plasmar estas reflexiones, descalabro institucional suena como una adecuada definición.
Un enfrentamiento abierto, entre las dos cabezas de la coalición gobernante, arrojándose munición pesada, gestión de gobierno paralizada, errática relación con el mundo, inacción legislativa, incógnita sobre el devenir del Poder Judicial, desastre en el sistema educativo, son algunos de los aspectos donde transcurre una economía empobrecida, desempleo y pobreza en sus máximos, donde el trabajo ya no es relevante y la inversión reproductiva privada huye.
A su vez, la inflación desbocada carece de señales de ser morigerada, en un país con sus arcas exhaustas y perpetuo riesgo de default.
El absurdo de tener que votar cada dos años, que impide una acción consistente a cualquier gobierno, más preocupado por la próxima elección antes que en la gestión, da el marco a un escenario político que no ofrece motivos ciertos de esperanza a la ya resignada población.
Caracteriza la condena a una sociedad argentina, desde hace muchas décadas, por un lado, el populismo-peronismo-kirchnerismo, sea cual fuere su denominación momentánea, esgrimiendo paradigmas obsoletos ora de izquierda, ora de derecha según le convenga, que atienden a la perpetuación de su relato cooptador de voluntades fanatizadas y/o compradas con subsidios estatales, más que a resolver los problemas concretos de la población.
Frente a esa realidad la disyuntiva excluyente es: democracia republicana versus autocracia populista, alternativa donde el único reservorio político (la actual oposición), aún no ha explicitado acabadamente, cuál es la dramática realidad actual y sus urgencias, aparentemente más preocupada por candidaturas o egos personales.
Por otra parte, irrumpió un fenómeno de extrema derecha antisistema, actualmente encaramado en una banca de diputado y con ínfulas presidenciales, quien comparte con el kirchnerismo la desestimación sistemática de cualquier idea que no sea la propia, y en ese sentido, hay quienes se preguntan si no le estará haciendo el juego. Lo definen su destemplanza y sus expresiones destructivas (abolir, eliminar, etc.) sin que hasta el momento haya esbozado indicios de proposiciones positivas y de construcción, más allá de lo panfletario.
En este contexto, una parte muy significativa de la sociedad cifra aún sus esperanzas en la actual coalición opositora, que debería invertir esfuerzos en trazar un programa que proyecte un horizonte, incorporando a aquellas fuerzas que suscriban como prioridad la vuelta a las reglas de juego y a preservar la institucionalidad.
En ese derrotero, y más allá de los ruidos de eventuales candidaturas, se hace necesario que formule de cara a la sociedad, al menos en sus líneas más conceptuales, un tríptico básico: 1) diagnóstico realista de la actual situación institucional, social, económica y política; 2) definir los fundamentos para revertir la crítica realidad actual, basados en los principios institucionales proclamados por nuestra Constitución, entre otros y fundamentalmente, la vigencia indudable del derecho de propiedad; 3) esbozar, sin pretender que se exhiba un plan de gobierno exhaustivo, el instrumental para llevar a los hechos los postulados políticos presentados, entre los cuales no es posible omitir las imprescindibles reformas fiscal, previsional, laboral y del Estado, reafirmando el rol de la actividad privada como elemento motor del crecimiento.
Estas precisiones alejarán, en consecuencia, el discurso efectivo opositor, de la prédica mesiánica del populismo, así como como del verbo destructor de los milagreros de los extremos, sean de izquierda como de derecha.
Quizás, así, haya esperanza.
*Economista. Presidente honorario de la Fundación Grameen Argentina.