La civilización occidental, luego de transitar una historia plagada de guerras, conquistas y minas antipersonales, llegó a construir un mundo poblado por 7 mil millones de seres humanos, en el cual, el 45,7% de la riqueza está en manos de 34 millones de personas, es decir el 0,7% de la población mundial.
Tantas idas y venidas para seguir, como un hámster en su ruedita de metal, viviendo igual que al comienzo: en el reinado de la desigualdad.
Esclavitud, vasallaje, imperios, monarquías, repúblicas, trata de personas, trabajo esclavo, hambrunas, guerras, abandono institucional. Un frustrante enroque, una burla de la historia, que movidos a tracción a sangre, vapor o energía nuclear, nos ha mantenido siempre en el mismo sitio: un mundo eternamente poblado por la injusticia de la desigualdad.
La desigualdad moderna se encuentra en semejantes niveles que nada tiene que envidiarle a su antepasado medieval. La diferencia es que en el Medievo no existían estantes repletos de tratados, convenciones y documentos internacionales en materia de derechos humanos y una ingeniería de cortes, tribunales, comités y comisiones, todos encargados de velar por la promoción y efectividad de los plexos normativos.
La desigualdad moderna se le ríe en la cara al derecho internacional, a los derechos humanos y a todos sus órganos jurisdiccionales pues, al igual que para nuestros antepasados, la vida –para las grandes mayorías– sigue siendo la reiteración de momentos angustiosos.
El problema se agudiza si la circularidad de la historia llegó a su fin. ¿Y si nuestro sistema ha muerto? ¿Nuestra era culminó? ¿Occidente lo dio todo?
Ahora bien, más allá de las respuestas a estos interrogantes, lo único concreto es que de una manera u otra la historia siempre continúa y, ya fuera de esta rotonda –en la que estuvimos atrapados dos mil años–, ha encontrado una salida hacia una nueva etapa.
¿Hacia dónde? Es una incógnita, pero la historia sigue, es eterna, puede existir con o sin nosotros. La historia –al igual que el tiempo– acaba con las civilizaciones, los imperios y los sistemas de vida, por más fuertes que crean ser.
Sí, la historia nos matará. Al igual que un ser humano, una civilización es temporal, pasajera. Las civilizaciones son mortales. La nuestra también pasará y vendrá otra, una cultura diferente, distinta, parecida; no lo sabemos.
A partir de esta conclusión, debemos urgentemente recordar que el mundo occidental de nuestra era está basado en los valores de la Ilustración, de la Revolución Francesa y en la cultura de la democracia y los derechos humanos.
Nuestra civilización, sin cultura, no es nada. Nosotros somos lo que somos porque conseguimos dejar en claro la vital importancia de estos valores.
El reloj de arena de nuestro sistema hace tiempo fue dado vuelta y no hacemos nada para evitarlo. Existe una falta de comprensión total de Occidente sobre la gravedad del asunto.
Para no aburrir, Occidente ha olvidado de dónde viene, ha olvidado incluso su historia reciente. Creemos que la democracia llegó para quedarse, que es un estadio político irreversible de la historia, que los tiranos y genocidas han dejado de nacer. No es así, debemos todos, cada día –como si fuese el último– cuidar y defender nuestra democracia y nuestras libertades, para que aquello que venga mantenga la centralidad del ser humano.
*Doctor en Ciencias Jurídicas. Especialista en Constitucionalismo. Catedrático de Derecho Político, Universidad de San Isidro Plácido Marín.