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Desigualdad y progreso

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El progreso en salud ha sido tan impresionante como el progreso en riqueza. En el siglo pasado, la esperanza de vida en los países ricos aumentó treinta años, y continúa aumentando hoy en día dos o tres años por cada década. Los niños que habrían muerto antes de cumplir cinco años de edad ahora viven hasta la vejez, y adultos de edad mediana que alguna vez habrían muerto de enfermedades cardíacas ahora viven hasta ver que sus nietos crecen y asisten al colegio. De todas las cosas que le dan valor a la vida, vivir más años es seguramente una de las más preciadas. Aquí el progreso también ha dado lugar a desigualdades. El conocimiento de que el tabaquismo es mortal ha salvado millones de vidas en los últimos cincuenta años, pero fueron los profesionales educados y más ricos quienes dejaron de fumar primero, abriendo una brecha de salud entre ricos y pobres. Que los gérmenes causaban enfermedades fue un conocimiento novedoso alrededor de 1900, y fueron las personas que contaban con una formación profesional y una educación esmerada las primeras en poner en práctica ese conocimiento. Durante casi un siglo hemos sabido cómo usar las vacunas y los antibióticos para impedir que los niños mueran cada año de enfermedades que se pueden prevenir con vacunas. En San Pablo o Nueva Delhi la gente rica se cura en hospitales modernos de prestigio mundial, mientras a uno o dos kilómetros de distancia niños pobres están muriendo de desnutrición y enfermedades que se pueden prevenir fácilmente. La explicación de que el progreso sea tan desigual difiere de un caso a otro; la razón por la cual es más probable que la gente pobre fume no es la misma razón por la cual muchos niños pobres no están vacunados. (…) Por ahora el punto es simplemente que el progreso en salud crea brechas en salud exactamente igual que el progreso material crea brechas en los estándares de vida. (...)
Este libro trata principalmente de dos asuntos: los estándares de vida material y la salud. Estas no son las únicas cosas que importan para una buena vida, pero son importantes en y por sí mismas. Analizar la salud y el ingreso de manera conjunta nos permite evitar un error que es muy común hoy en día, cuando el conocimiento es especializado y cada especialidad tiene su propio punto de vista del bienestar humano. Los economistas se enfocan en el ingreso; los académicos de la salud pública, en la mortalidad y la morbilidad, y los demógrafos, en los nacimientos, las muertes y el tamaño de las poblaciones. Todos estos factores contribuyen al bienestar, pero ninguno de ellos es el bienestar. La aseveración es suficientemente obvia, pero los problemas que surgen de ella no lo son tanto.
Los economistas –mi propia tribu– piensan que las personas están mejor si tienen más dinero… lo cual está muy bien dentro de lo que cabe. Así que si algunos logran tener mucho más dinero y la mayoría de las personas no consigue tener sino poco o nada, pero no pierde, los economistas normalmente argumentarán que el mundo está mejor. Y en efecto, tiene un enorme atractivo la idea de que, siempre que nadie salga perdiendo, resulta mejor estar mejor; se lo denomina criterio de Pareto. No obstante, esta idea es socavada completamente si el bienestar se define de manera muy estrecha; la gente tiene que estar mejor, no peor, en lo tocante al bienestar, no sólo en lo referente a los estándares de vida material. Si quienes se enriquecen logran un trato político favorable, o minan los sistemas de salud o de educación públicos, de suerte que los que tienen menos pierden en política, salud o educación, entonces estos últimos bien pueden haber ganado dinero pero no están mejor. Uno no puede evaluar la sociedad o la justicia sólo basándose en los estándares de vida. No obstante, los economistas de modo rutinario e incorrecto aplican el argumento de Pareto al ingreso, ignorando otros aspectos del bienestar.
Por supuesto, también es un error analizar de manera aislada la salud o cualquier otro componente del bienestar. Es una buena cosa mejorar los servicios de salud y asegurarse de que quienes necesitan tratamiento médico sean atendidos, pero no podemos establecer las prioridades de salud sin atender su costo. Tampoco debemos usar la longevidad como una medida de progreso social; en un país con una esperanza de vida mayor la vida es mejor, pero no si el país tiene una dictadura totalitaria.
El bienestar no puede ser juzgado con base en su promedio sin considerar la desigualdad, y tampoco puede ser juzgado por una o más de sus partes sin atender al todo en su conjunto. (…)
La desigualdad puede estimular o inhibir el progreso. ¿Pero importa en y por sí misma? No hay consenso sobre esto: el filósofo y economista Amartya Sen argumenta que aun entre los mismos que creen en alguna forma de equidad hay puntos de vista muy diferentes acerca de qué es lo que debe igualarse. Algunos economistas y filósofos argumentan que las desigualdades de ingreso son injustas, a menos que sean necesarias para algún fin superior. Por ejemplo, si un gobierno fuera a garantizar el mismo ingreso para todos sus ciudadanos la gente podría decidir trabajar mucho menos, de suerte que aun los más pobres podrían empeorar en comparación con un mundo en el que se permite cierta desigualdad. Otros destacan la igualdad de oportunidades más que la igualdad de resultados, aunque hay muchas versiones de lo que significa igualdad de oportunidades. Y aun otros ven la justicia en términos de proporcionalidad: lo que cada persona recibe debe ser proporcional a lo que él o ella contribuye. Según este punto de vista de la justicia, es fácil concluir que la equidad de ingreso es injusta si implica redistribuir el ingreso de los ricos entre los pobres.

*Premio Nobel de Economía 2015. Fragmento del libro El gran escape, editorial Fondo de Cultura Económica.

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