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Despechados

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Tras el ruido y las humaredas, los hechos. Esos hechos se atrincheran en palabras. Esas palabras no son vanas ni vacías. Expresan, como es habitual, la emoción primordial del gobierno de la Argentina, que desde 2003 a hoy vive sumergido bajo un manantial de despecho y enojo. La elección de Jorge Bergoglio como nuevo papa no escapó al guión de hierro del Gobierno y sus seguidores: enojados, molestos, irritados, les acontece lo que siempre caracteriza a los despechados: no son capaces de contener ni de maquillar sus contratiempos.

Para el libreto que abarrota a la Argentina desde el comienzo del siglo XXI, el papa Francisco es, por lo menos, un fastidio importante. Ellos han santificado desde el ejercicio del poder la supremacía de la dialéctica bélica y se han cansado de elogiar las supuestas bondades de la confrontación permanente. ¿Cómo sería buena para ellos una noticia que no sólo traslada el eje autorreferencial de los actuales gobernantes, sino que deposita esta nueva centralidad en un hombre y en una institución que, al menos actualmente, predican convergencia versus divergencia, acuerdo en vez de desacuerdo, armonías en desmedro de crispaciones?

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En muchas ocasiones del pasado, la Iglesia Católica ha sido una estructura de poder abroquelada en la intolerancia, la crueldad y el privilegio. Siglos después de consolidarse como religión primordial de Europa, el cristianismo se despeñó en la barbarie nefasta de la Inquisición y esposó el funesto cargo de deicidio para con los judíos. Fueron tiempos oscuros y de complicidad con poderosos intereses terrenales. A medida que pasaba el tiempo, la alianza entre jerarquía y poder secular era más evidente. Pero todo cambia. ¿Hay algo más retrógrado que postular la inexistencia de los cambios?

En el último medio siglo, desde Juan XXIII, la Iglesia dio varios aunque zigzagueantes pasos hacia una positiva evolución. Juan Pablo II se abocó a la empresa de aventar y superar la herencia del comunismo en Europa. La historia fue coherente con ese propósito y desde 1980 el imperio soviético, con sus muros de concreto y sus cortinas de hierro, se sumergió en un ocaso irreversible. No hace falta ninguna sabiduría especial para advertir que los legítimos apetitos espirituales y libertarios, a los que se abocaba ese cristianismo recargado de Karol Wojtyla, fueron atendidos.
En la Argentina, la áspera reacción oficial para con el ascenso del papa Francisco se explica. Nada exaspera e irrita más al Gobierno que la activa existencia de sensibilidades y movilizaciones sociales autónomas del colosal poder de este Estado colonizado, reacio a compartir el escenario de la realidad con nada ni con nadie que no se le someta. En este punto, Bergoglio era un “competidor” y un incordio, espina clavada en las huestes oficialistas, incapaces de darse cuenta de que ni la propia Cristina Kirchner tuvo la valentía de avalar la despenalización del aborto.

Bergoglio es un obispo septuagenario que no simpatiza nada con rupturistas reclamos culturales de época formulados por diversos sectores. El problema es que, siendo adversario ideológico de esas reivindicaciones que el dogma por él profesado no admite, es igualmente un pastor sensible y, sobre todo, muy enérgico en el combate a la pobreza, la desigualdad y los crímenes sociales más perversos, como la trata de personas y el tráfico de drogas.
Convertir a Bergoglio en “cómplice” de la dictadura que se instaló en el país hace treinta y siete años es la confesión de un cinismo político todo terreno. Así procede la misma prole airada que acepta sin vacilar el currículum neoliberal de Amado Boudou, cuya (¿ex?) novia, la aguerrida militante revolucionaria Agustina Kämpfer, tuiteó que el papa Francisco era un argentino “al mando de una institución que encubrió y encubre el abuso sexual de curas a miles de niños en todo el mundo. Y bueno”.

Los crímenes cometidos por sacerdotes católicos en todo el mundo son horribles e inaceptables. Imputar por ellos a toda la Iglesia como institución es una escandalosa manipulación de aliento pequeño. En todo caso, debe decirse que si Bergoglio no hubiese sido decisivo en el fuerte compromiso para con sus curas villeros en las barriadas más castigadas por la indemne pobreza argentina, el tratamiento oficial hubiese sido mucho más benévolo con él. La hostia a Videla nunca existió, pero igualmente un cura da la comunión a quien lo pida y no tiene autoridad para negársela a nadie. Hasta los judíos lo sabemos.

El despecho motoriza la gélida y taciturna impotencia oficial. Podrá discutirse largamente sobre celibato, anticoncepción, casamiento homosexual y aborto, pero en las fauces del Gobierno estos argumentos “progresistas” son especiosos y oblicuos, esencialmente hipócritas. No es eso lo que molesta en la Casa Rosada. El despecho proviene de dos cuestiones determinantes. La más importante es que, tras diez años de soliviantar artificialmente las confrontaciones, al punto de haber convertido “la pelea” en una religión, se les aparece un vecino de Flores e hincha de San Lorenzo que predica el acuerdo y descarta la descalificación. No vivía en El Calafate ni en Puerto Madero, tampoco se movilizaba en helicóptero, sino que viajaba en subte y colectivo; Satanás hecho Papa. A este cura tradicionalista y prudente lo angustia la pobreza y su vida respira austeridad. Corta la figura de un perfecto destituyente. Por eso el despecho oficial, emoción tóxica que tal vez preanuncie el advenimiento de otra época en la Argentina.