En los útlimos días hemos visto un raro y paradójico corrimiento del oficialismo tanto hacia la derecha como hacia la calle. Por un lado, ha intentado dar una serie de señales orientadas a capturar a los votantes más conservadores de Goméz Centurión y Espert.
En esta dirección podemos nombrar el acto encabezado por Macri en conmemoración del 44º aniversario del ataque al Regimiento 29 de Formosa, hecho celebrado por Cecilia Pando en las redes sociales y que confirma el avance estratégico del Gobierno en esa dirección. Este ha sido tal vez el hecho simbólico que inició el nuevo derrotero de Juntos por el Cambio. Luego siguieron declaraciones explosivas de Pichetto, iniciativas de Bullrich sobre el control poblacional en el transporte y otros espacios públicos y, más recientemente, el beso al pañuelo celeste, la promesa sobre la ampliación del Servicio Cívico Voluntario que dicta la Gendarmería, la exaltada discusión sobre los motivos que llevan al narcomenudeo y la puesta en discusión del tiempo que deben durar los planes sociales. Gestos que abonan el nuevo reperfilado de la última faz de un gobierno que tiende a replegarse sobre el ala más extrema antes que volcarse al centro. Curioso mecanismo que invierte todos los gestos y medidas tomadas inmediatamente después de las PASO y que contradicen la línea que mantuvo a lo largo de su mandato.
Por el otro, estos gestos van de la mano del derrotero que la campaña tiene en las consignas “Sí, se puede” y “Lo vamos a dar vuelta”, ejes para sostener la adhesión frente a un escenario adverso. Las consignas tienen también la misión de evitar la diáspora del núcleo duro. Las últimas marchas en ciudades, Tucumán, Neuquén, Misiones, Salta, son la ocasión para ocupar la calle, sistemáticamente despreciada a lo largo de casi todo el mandato.
El Presidente se pone el traje de candidato y arenga a su gente más por voluntarismo que con un plan concreto para la Argentina por venir.
Cada marcha es un festín en el que el líder habla con su núcleo duro en una lógica de consigna/respuesta en la que transmite el deber de fiscalización, el deber de convencimiento a los conocidos y el deber de militar las redes. Muchos se sorprenden de la capacidad de movilización del Gobierno. Pero la sorpresa no tiene razón de ser. El Gobierno lidera un segmento político de la Argentina que representa un tercio del país. Es un “pueblo”, con su sensibilidad, ideas y valores políticos, que antecede a Macri y que lo sobrevivirá. Solo coyunturalmente Macri es su líder.
Estas marchas también tienen algo escenográfico. El caso de Tucumán es el más notorio y barroco. Allí, una abuela militante se transforma en Cenicienta, el Presidente le besa los pies (otra inversión del poder) y transmite el final feliz de los cuentos clásicos. Pero los cuentos clásicos que hoy conocemos son relatos orales que vienen del Medioevo y que recién en el siglo XVIII los hermanos Grimm y Perrault los refinaron para volverlos aptos para un público ilustrado. Estas narrativas clásicas, francamente crueles en sus versiones originales, hablaban centralmente del hambre.
Pero el hambre no es un juego ni un cuento de niños. Son niños reales, y es uno de cada dos el que está debajo de la línea de pobreza, y son 3 millones y medio los argentinos que pasan hambre. Y es, además, un elemento en la disputa entre ambos espacios. Mientras el oficialismo lo ubica en un plano secundario, por el lado de Fernández ha sido definido como prioridad un programa basado en dos grandes ejes, que suponen la creación de un Consejo Federal y un Observatorio Nacional contra el Hambre.
Entre la definición de esta iniciativa y los acuerdos y encuentros con el sector agropecuario, los sindicatos, la UIA, referentes de las finanzas, y más actores, vemos la otra inversión. Así como el Presidente se prueba el traje de candidato, vemos al candidato Fernández vestir traje presidencial. Pero vestir traje viene con expectativas. Y las expectativas en juego parecen desmedidas para la situación del país.
La promesa de un gobierno de diálogo y de consensos, como planteó Fernández, requiere la adhesión de amplias mayorías.
Lo que viene siendo un excepcional arte de unificación del peronismo o los incipientes acuerdos de los distintos sectores tiene como contracara la difícil y eminentemente política tarea del equilibrio que tendrá que buscar AF, apremiado por el tiempo y las demandas. La inversión de roles a la que estamos asistiendo puede encontrar su génesis a comienzos de septiembre, cuando Elisa Carrió asistió al acto por el Día de la Industria en la sede de la CAME , y entre otras frases sostuvo: “Yo soy de familia fundadora, por ahí estábamos ricos o estábamos pobres pero siempre éramos los mismos. En la provincia nos distinguimos por ser decentes o no decentes. El problema es la Capital con los nuevos ricos de Puerto Madero”.
La imagen del mendigo como príncipe y el príncipe como mendigo, desde esa óptica, bien podría ilustrar entonces este último tramo de la campaña. Así, el Presidente recorre treinta ciudades en un intento por revertir una elección adversa que es capaz de pedir los votos besándole los pies a una mujer. Alberto atiende al establishment, que comprende desde los principales fondos de inversión hasta las preocupaciones de Washington por la postura que tomará la Argentina en la región, frente a una Venezuela y un Ecuador cuyos conflictos ponen en duda también los resultados del camino opuesto.
Poder mantener ese equilibro es, en definitiva, tarea de un estadista. Solo que el estadista es aún un candidato, mientras aquel que debería plantear las definiciones recorre los pueblos con promesas de campaña. Se sabe que en ocasiones las apariencias suelen engañar, pero también pueden reflejar las cosas tal como son. Y este parecería ser el caso. El cambio o inversión de roles consiste en que el protagonista tome el papel y el lugar en el espacio de otro personaje de la escena, al menos hasta que termine el cuento.
*Analista de opinión pública. Directora de Trespuntozero.