Llegué a Chile unas horas después de que terminó el rescate de los mineros. En Santiago, tomé la conexión de LAN a Valdivia, no sin antes hacer una cola infinita para un segundo e inútil check-in. Es evidente que el nuevo sistema, destinado a ahorrar tiempo y personal, no fue pensado por la misma persona que diseñó el rescate en el Campamento Esperanza. No todo es eficiente en Chile, aunque la eficiencia es un tema del momento y la bandera de Piñera. Igual que la de Macri en la Argentina. A diferencia de Macri, Piñera tiene algo para mostrar en ese rubro, sobre todo después de la pobre reacción de Bachelet frente al terremoto.
Es otra derecha, me informa Ascanio Cavallo, consultor económico, analista político y crítico de cine. Los pinochetistas, continúa, están agotados, perdieron su peso histórico y su razón de ser. La derecha hoy gana elecciones y se aleja de sus dogmas. Incluso en lo económico, Piñera representa menos el desmantelamiento del Estado que un intento de modernizarlo mediante la construcción de una burocracia virtuosa, a contramano de la tradición latinoamericana. Lo de la virtud no implica simplemente el combate contra la corrupción, sino la posibilidad de formular mecanismos administrativos que hagan crecer la calidad de vida. Dicen que Piñera hizo su fortuna como empresario eligiendo a la gente adecuada para cada puesto y hoy intenta repetir la estrategia en el gobierno. Piñera se tiene una fe ciega como director de casting. Pero nada es tan sencillo: un país no es una empresa. Al llegar a Valdivia asisto a la inauguración del festival internacional de cine de esa ciudad, convertido en los últimos años en el más importante de Chile gracias, en buena medida, a un riguroso cambio administrativo. Las inauguraciones son un género del espectáculo al que no se le presta la atención debida, pero permiten entender el estilo y las contradicciones de una burocracia nacional. Escucho seis discursos de autoridades, de los cuales cinco son vacíos y protocolares, pero pudorosos: no hacen referencia a los mineros ni al gobierno. El último es del ministro de Cultura, Luciano Cruz Coke, uno de los jóvenes a los que Piñera incentiva para que estudien y le propongan soluciones a los problemas. El ministro conoce de cine: fue actor (bastante malo, sostienen), productor y exhibidor. Se muestra dinámico y preciso. Expone sus objetivos: aumentar el público en la salas, hacer crecer las exportaciones del cine chileno, atraer inversiones y rodajes extranjeros, convertir al cine en una actividad “autosustentada”. Al otro día, hablo con Ximena Vidal, diputada socialista, presidenta de la Comisión de Cultura de la Cámara e invitada oficial al acto. También fue actriz y coincide en casi todo con Cruz Coke, aunque ella cree todavía en las cuotas de pantalla y el ministro, en cambio, quiere destinar el 25% de los subsidios estatales que recibe cada película a la publicidad y el marketing. La meta, voluntarista y más bien ingenua, parece inalcanzable desde ambas perspectivas.
La comprensión del problema es superficial y su solución, veladamente demagógica.
El tema es complejo y excede al funcionario. Pero, ¿cuál es la verdadera educación de un ministro, no sólo en Chile, sino en otras partes? Eso lleva a otra pregunta: ¿cuál es la educación de los ciudadanos? Uno de los grandes conflictos sociales del Chile reciente fue el de los estudiantes, que no reclamaban mejoras edilicias, como sus congéneres trasandinos, sino una educación igualitaria y de calidad. Hay un obstáculo casi insalvable para esa meta: la mala preparación de los docentes. Pero en Chile se acaba de sancionar una ley que le permite a cualquier graduado universitario ejercer la docencia en las escuelas. Parte del sindicalismo docente se opuso, pero poco pudieron hacer para que fuera rechazada. En la Argentina, sería imposible pensar en una medida semejante, aunque bien podría ser revolucionaria. Es una diferencia entre los dos países. Una diferencia grande.
*Periodista y escritor, desde Chile.