Existen muchas similitudes entre la expectativa respecto de las elecciones que tendrán lugar este año en Argentina y la lectura de una novela de Agatha Christie: en ambos casos, el final es absolutamente impredecible y cada uno de los personajes puede convertirse, de un momento a otro, en la llave para desencadenar el desenlace. Esto involucra a Cambiemos pero sobre todo a la oposición, que encuentra notables dificultades para capitalizar los errores del Gobierno. Peor aún, nadie sabe cómo seguirá la trama política luego de estas elecciones. La diferencia más notoria es que mientras el trabajo de la escritora inglesa califica como ficción, a juzgar por la larga decadencia de más de siete décadas en la que estamos encajados, hemos convertido nuestro realismo mágico en realismo trágico.
La cantidad de variables que pueden inclinar la balanza hacia un lado o hacia el otro es notable. El oficialismo o las fuerzas de oposición podrían cobrar fuerza a partir de cómo se desarrolle la economía en estos próximos meses, quiénes sean los candidatos y cuántas fuerzas relevantes compitan (el nivel de fragmentación será particularmente clave para la oposición). Habiendo caído 2,3% en 2016 y con chances de crecer al menos lo mismo este año, muchos consumidores-votantes sentirán cierto alivio en términos relativos. Aguinaldo en junio, cláusulas gatillo en el tercer trimestre, dinero para jubilados vía juicios y planes sociales volcados al consumo, restablecimiento de los planes de financiación… todo hace suponer que el clima de pesadumbre y malestar reinante cambiará al menos un poquito. ¿Suficiente para reencantar a los desilusionados? ¿Podrán los opositores capitalizar el desgaste del Gobierno con un discurso crítico casi siempre anacrónico, a veces paleolítico?
La capacidad del Gobierno para mostrar algo de gestión puede ser determinante. La obra pública, sobre todo en el primer cordón del Conurbano, puede repetir el rédito electoral que Macri tan bien conoce de sus encaramados metrobuses. ¿Acaso habrá algún logro tangible relacionado con una merma en los niveles de inseguridad, aunque sea en su percepción? Tal vez a eso apunte el eventual endurecimiento oficialista frente a los abusos de los grupos piqueteros. Particular expectativa despiertan los créditos hipotecarios, uno de los caballitos de batalla del gobierno de Macri, sobre todo para retener el voto de la clase media y, en particular, seducir a los votantes más jóvenes, entre los cuales Cambiemos ha tenido y tiene serias dificultades (curioso en una fuerza con estética juvenil y donde no hay lugar para gerontes). Finalmente, ¿seguirá la inflación su tendencia decreciente? ¿Permitirá eso continuar bajando la tasa de interés para alimentar el consumo justo antes de las PASO?
Hablando de los grupos piqueteros, ¿qué ocurrirá con la dinámica del conflicto social? Las movilizaciones se multiplican a ritmo de vértigo, sobre todo pero no sólo en la Ciudad de Buenos Aires, que colapsa cada vez más a menudo por marchas que tienen tanto motivos objetivos como intencionalidad política. Aun con una mejora relativa de las condiciones económicas, la situación estructural de pobreza y marginalidad tardará años –con mucho trabajo, buena política y suerte– en revertirse. La radicalización de los movimientos sociales tiene, sin embargo, otras lógicas. Si Cambiemos logra realmente consolidarse en el poder y avanzan las políticas sociales universales, la modernización del Estado, programas de relativa austeridad fiscal coordinados con las provincias y, fundamentalmente, la inversión privada en proyectos con escala, Argentina podría experimentar un incipiente renacimiento capitalista: una franca contradicción con los supuestos ideológicos que motivan a estos grupos, que creen que su problema es el capitalismo. Irónicamente, los piquetes podrían multiplicarse ya sea por el fracaso, pero sobre todo por el éxito de las políticas graduales a las que se aferra Macri. El gran temor, desde ya, es que otra vez debamos lamentar algún episodio de violencia ya sea por el vacío del Estado o por intentos de hacer valer la autoridad con fuerzas de seguridad que todavía no cuentan con el entrenamiento ni la legitimidad adecuados. ¿Cómo reaccionaría el electorado independiente ante tales circunstancias?
A lo anterior hay que agregar la dinámica propia de las PASO, ese bumerán institucional que inventó Néstor para dominar el juego electoral y que puede poner fin a la carrera de Cristina. Descontamos que en la provincia de Buenos Aires ni el Frente Renovador ni Cambiemos tendrán primarias, pero es muy probable que el peronismo tenga al menos dos alternativas, una de las cuales sea Cristina y la otra, alguien con estatus competitivo, como Florencio Randazzo. Como el voto de agosto no condiciona el resultado de octubre, puede que votantes oficialistas y/o massistas participen de las primarias peronistas sólo para hacer perder a CFK lo antes posible. O, si sobrevive, puede que el votante peronista no K fugue hacia Cambiemos o el FR en octubre, quedándole sólo a Cristina su núcleo de apoyo más coherente pero más acotado. ¿Y si ella no se presenta? Su figura habría de diluirse aún más al calor de las numerosas causas judiciales que sigue acumulando. Y eso que todavía no se abrió la caja de Pandora del caso Odebrecht. ¿Explica esto la radicalización discursiva y del conflicto social que, protagonizada por dirigentes K, observamos últimamente?
Además, habrá una pugna por la interpretación de los resultados. ¿Cambiemos se mirará, para medir su performance, en el espejo de las elecciones de octubre o de noviembre de 2015? Alguno intentará llamar a la reflexión y comparar legislativas con legislativas. Muy razonable, excepto que Cambiemos ni existía en 2013, cuando Massa y Macri fueron aliados.
El conteo será seguramente más rápido y transparente que en elecciones anteriores. Pero habrá situaciones anómalas en algunas provincias; por ejemplo
Santa Fe, donde los radicales van con el socialismo a nivel provincial pero con Cambiemos para cargos federales. En otras, el PJ volverá a ser el sello electoral predominante, jubilando al FpV.
El lector de novelas clásicas de misterio lo sabe: la tensión acumulada durante el desarrollo se libera cuando se desencadena el final. Esperemos que en este caso, al menos, la realidad copie a la ficción. Y que eso no comprometa la gobernabilidad.