Nacidos entre la década del 40 y la del 50 del siglo pasado, la tarea que pareció imponerse a mi generación intelectual y política fue la de “entender el peronismo”, regidos por el signo de las masas, como lo definió Carlos Altamirano con una imagen justa. Antes que nosotros, hombres como Jorge Abelardo Ramos, Juan José Hernández Arregui, Ismael Viñas, Rodolfo Puiggrós o John William Cooke habían trazado las grandes líneas del debate para militantes. Sabato y Martínez Estrada escribieron sobre el primer peronismo. Sebreli compuso una Eva fascinante, ética y psicológicamente verdadera. Grandes divulgadores, como Félix Luna, y decenas de investigadores académicos, especialmente en los últimos años, aportaron nuevo conocimiento a este continente donde el peronismo fue el astro cuya fuerza de gravedad atraía a propios y ajenos; y Tulio Halperin Donghi, cuyo ensayo La larga agonía de la Argentina peronista es una obra indispensable.
Como si fuera un drama de ideas políticas, Halperin observaba nuestros debates para “entender el peronismo”, a la búsqueda de aquel fenómeno sin cuya comprensión creíamos que era imposible intervenir en la vida pública. En la derecha o en la izquierda, de Frondizi a demócratas cristianos como Carlos Auyero, era preciso entender el peronismo. En el caso de mi generación, esto quería decir, en primer lugar, no equivocarse sobre su potencia cultural y social. No equivocarse como se había equivocado el Partido Comunista. Muchas interpretaciones entraban en conflicto, desde el trotskismo hasta el maoísmo, desde la izquierda antiimperialista hasta la derecha nacionalista, pero el nombre de la cuestión era el mismo. Y ese nombre, el peronismo, designaba el problema a resolver: incorporarse al movimiento para transformarlo desde adentro; acercársele en tanto aliado indispensable para llegar a las masas; copiar sus relaciones reales e imaginarias con los sectores populares; dar un “verdadero” contenido a su discurso nacionalista o distribucionista o antiimperialista (elíjase el adjetivo según las tendencias que lo pronunciaban).
Nada hubo en mi vida más obsesionante que el peronismo, bajo sus diferentes caras o máscaras. Y no soy una excepción. Miles de políticos e intelectuales apoyaron al peronismo, no porque ignoraran sus rasgos insalvables, sino porque creyeron que por allí pasaba una clave que, de no poseerla, destinaba todos los esfuerzos a la inutilidad. Probablemente el menemismo, una creación peronista sin dudas, haya abierto el período final de este encantamiento. Frente al menemismo, cuadros distinguidos e inteligentes como Chacho Alvarez, que pertenecía al corazón de la renovación peronista, decidieron abandonar el movimiento y construir una nueva alternativa. Quizás allí deba buscarse el comienzo del fin.
Debo decir que “entender el peronismo” fue una tarea política inconclusa por naturaleza, porque quizás había menos que entender que lo que se presuponía, y entender no era apoderarse de un talismán que asegurara el destino político de nadie. Sin embargo, fue un fascinante ejercicio intelectual y un campo de debate ideológico, en tiempos en que, a diferencia del presente, el debate ideológico no era considerado una pieza de museo, tiempos en los que se admitía que existían derecha e izquierda, aunque no tuvieran la fijeza que tuvieron en 1920 o en 1960. Todos los que nos entrenamos en ese campo de debate (que, en ocasiones, fue campo de batalla) mantuvimos una relación intensa con el pasado argentino, a veces demasiado intensa, demasiado parecida a un destino enceguecedor.
La victoria del PRO parece abrir el desenlace de un último capítulo que duró doce años y lleva por título “kirchnerismo”. No digo esto porque el “peronismo” vaya a desaparecer, sino porque solamente políticos de mi generación usan esa bandera para designar una tarea por delante (De la Sota, por ejemplo, cuya vida política transcurrió bajo el mismo signo que la mía; Julio Bárbaro, por ejemplo, que todavía cree necesario dividir entre peronistas de verdad y máscaras kirchneristas). Me arriesgo a decir que ese capítulo se acerca a su fin. El kirchnerismo ha sido su enterrador, porque fue peronismo y no le fue bien: nada peor para un peronista que otro peronista fracasado.
Puedo equivocarme, pero añadiré un último detalle: no habrá una generación que se la pase debatiendo para entender qué fue de verdad el kirchnerismo. Esta época no construye mitologías sino cuando están fuertemente sostenidas en los medios. Esta época es ingrata con aquellos que pierden centralidad y, además, no poseen las virtudes de un liderazgo fuera del poder y sin los atributos del Estado. No hay operación histórica que pueda sacarle a la Presidenta que se retira el haber sido electa dos veces; haber repetido, pero también modificado e invertido la tradición marital peronista; haber convocado, en su mejor momento, a millones. Pero está lejos de ser un enigma. Casi podría decirse que hoy ya ha sido demasiado explicada.
Jorge Fontevecchia no escribe su habitual contratapa por estar de viaje.