Acontinuación, algunas aproximaciones tentativas para tratar de entender el pobre estado de la gobernabilidad en la Argentina. Estas hipótesis intentan organizar un cuadro inteligible.
Se advierte a lo largo de estos siete largos años de continuidad en el poder, que sus titulares han efectivizado un verdadero pacto simbólico de sangre con quienes, habiendo participado de la gestión, fueron expelidos, desde Béliz en 2004 hasta Taiana en 2010. Con la peculiar excepción de Lavagna, los eyectados quedaron en un opaco y taciturno ostracismo. Hacen recordar a los herejes del comunismo, que al irse de la nomenclatura se autoproscribieron, alegando temor a ser usados por el enemigo, cuando en verdad estaban agarrotados de miedo.
Un rasgo primordial define el denominador más fuerte de la presidenta Fernández de Kirchner, desde que protagonizó, a lo largo de su paso por el Congreso y desde diciembre de 2007 como jefa del Estado, su ascenso a la máxima investidura. Invariablemente, ella expresa sus emociones personales en términos de acidez, insatisfacción, querulancia y un sarcasmo sistemático. Vive manifestando sus quejas y sus admoniciones, y no sólo a quienes define como enemigos, sino incluso a sus propios colaboradores. Proyecta, en esencia, una fuerte carga de desasosiego y hasta cuando dice estar feliz, en verdad, recrimina al resto de la humanidad.
Quienes han ejercido la presidencia de la Nación desde mayo de 2003 hasta el presente comparten puntillosamente una adoración por las decisiones especulativas, con un oportunismo que resulta ser la quinta esencia de su modo de estar en el mundo. El caso de los derechos humanos es el paradigma más elocuente de una bandera y una preocupación, elegidos fríamente como quien define el isologotipo de una corporación. Mismo esquema que la batalla por la pretendida “democratización” de los medios, obsesión que nació abruptamente en un avanzado estadio de la experiencia de gobierno del matrimonio, pero que jamás integró ni remotamente su bagaje de pretensiones originarias.
También define el modo de ser de los actuales gobernantes argentinos la impronta áspera y mezquina que revelan sus vínculos con el resto de los mortales, pero sobre todo con quienes tuvieron el infortunio de haber mantenido con ellos algún vínculo afectuoso. Invariablemente, exhiben un frío perfil humano y operativo asumido con descarnada frialdad. No se advierte en este poderoso matrimonio atisbos de calidez o vestigios de gratitud. Máquinas políticas de rotunda eficacia, su poder es gélido e intemperante, incluyendo la absoluta ausencia de la familia presidencial en el escenario público. Concretan una situación fantasmagórica, que define a esta presidencia supuestamente republicana como monarquía predemocrática y despotismo altanero.
La norma central en la experiencia de este septenio es la completa ausencia de aprecio oficial por las calidades profesionales de quienes fueron cuadros relevantes de la gestión. Gente que jamás cesó de manifestar su lealtad y aguante ante los desplantes, aparece de la noche a la mañana estigmatizada como inmundos traidores. Nada recuerda más a las angustiantes y temibles madrugadas del Kremlin en la Rusia de los años 30 a los 50 que la sombra ominosa del dedo presidencial argentino, que define la continuidad o el aborto de un cargo público. El requisito de lealtad funcional, obvia en una democracia presidencial, muta en vasallaje medieval: estar adentro implica no contrariar jamás al señorío del poderoso.
Debe también añadirse a los rasgos definitorios del poder actual una formidable debilidad para avalar desvaríos, acompañándolos de un seguimiento disfrazado de tolerancia. Infinidad de situaciones conflictivas se han ido apilando a lo largo de estos siete años. En todas ellas, de manera persistente el Gobierno optó por mirar para otro lado y apostar a no pagar jamás precios políticos por nada. Una reflexión inescapable: si la patrulla perdida de Gualeguaychú se retiró a sus hogares tras un decreto presidencial que abría el camino de un proceso penal y civil, ¿por qué ese decreto no se emitió mucho antes? Porque el matrimonio presidencial no cree que el gobierno de la ley implique un cotidiano ejercicio de los recursos institucionales y políticos que requiere para mantenerse vivo y vigente.
El silencio de la gestión es una cláusula central, especialmente notable para un régimen que derrama decenas de millones de dólares al año para “comunicar” los logros gubernamentales. Los ministros del Gabinete presidencial viven deliberadamente inmersos en una burbuja de opacidad. Saben que su permanencia depende de no conversar con personas que puedan ser vistas como non gratas por el binomio oficial. Y cumplen el mandato. También saben (al igual que gobernadores e intendentes) que no deben soñar con informar de logros o proyectos que la conducción juzgue propios. Casos como los de Bielsa y Lavagna son hoy impensables. Los presidentes Kirchner se rodean de y preservan a colaboradores que, aun haciendo cosas importantes y buenas, no pueden decir ni proclamar nada. Es un esquema de fenomenal indiscutible verticalismo.
Se ha instalado un clima agrio que las cordialidades melosas del Bicentenario no han opacado. Es el ritmo y los mecanismos del integrismo ideológico más ramplón. Intoxicado de una dosis desorbitada de revisionismo histórico de última generación, el poder ha cabalgado el aniversario de 1810 animado de una exuberante cuota de revolucionarismo verbal. Eso incluye exaltar sugestivamente las conductas más radicalizadas de figuras a las que se maquilla de combatientes contemporáneos y cuyo ejemplo debe seguirse, como Moreno, Castelli y Belgrano, en una suerte de bolivarianismo a la argentina.
Estas líneas son acercamientos generales. No agotan la necesidad de conceptualizar lo que se vive. Pretenden plasmar, negro sobre blanco, algunas conclusiones que va dejando esta era, inexorablemente dotada de fecha de vencimiento, pero cuya superación será muy arduo llevar a cabo.