La discusión económica en Argentina está por convertirse en un asunto de interés teórico y práctico. Hay momentos en que las mañas, los artilugios argumentativos, todos los recursos del saber económico descienden a la coyuntura y se enfrentan en la arena pública. En algunos países existen ciertos temas que se discuten poco, reglas que no se cambian, conductas que se mantienen. A este modo de proceder lo llaman política de Estado. En nuestro país el compromiso trans-gubernamental no existe, en lo concerniente a políticas públicas se puede hablar y hacer de todo, imaginar una infinidad de escenarios posibles, y llevar hasta su raíz cada una de las dificultades que se presentan. Por eso tenemos el talento de refundar la república de vez en cuando, de no pagar la deuda externa y luego pagarla por anticipado, mandar a los sabuesos de la AFIP para amedrentar contribuyentes y luego decretar amplias y cómodas moratorias, de ser peronistas aliados con Bush padre y con Chávez después, radicales con los no alineados en los ochenta y con el Consenso de Washington en los noventa.
El abanico de posibilidades es grande, y en ciertos momentos se condensan los problemas en lo económico que hace girar alrededor de sí lo medular de la discusión política.
Esto ocurre cuando el país se encuentra en un callejón sin salida que presenta una aporía, o, en otros términos, el apretado corredor de un dilema. Hubo momentos de nuestra historia en que este tipo de situaciones se desarrolló antes de un estallido social y una convulsión política.
Todo comenzó en los momentos previos al Rodrigazo en los años setenta, cuando el ministro de Economía José B. Gelbard lanzó el plan de inflación cero y de redistribución de la riqueza con el objetivo de llegar a los niveles de veinte años atrás. Fue el último sueño auténticamente peronista que mostró buenos índices de crecimiento en 1974 y un infierno un año después.
Se le agrega el período de la plata dulce dos veces implementada con Martínez de Hoz y Cavallo, que dio lugar a continuas discusiones sobre el valor real de la moneda nacional, la posibilidad de anticipar la curva inflacionaria, de llenar de créditos abundantes la plaza comercial, financiar obra pública y gastos corrientes, frenar los aumentos de precios con la apertura de importaciones y modernizar la economía con tecnología a menor costo.
Pero en estos dos casos, Martínez de Hoz del ’76 al ’80, y Cavallo del ’91 al ’94, la discusión sobre la estrategia económica no alcanzó relieve ya que la situación que originó los nuevos planes de gobierno fue de un desastre tal que ni los responsables de políticas anteriores ni paradigmas derrotados por la realidad tuvieron legitimidad o autoridad para oponerse.
El Rodrigazo del ’75 y la hiperinflación del ’89 silenciaron unos años el debate económico. De aquellas cenizas pocos podían elaborar algún nuevo proyecto. Se reavivó la discusión en los momentos en que las políticas de orden y administración aplicadas luego de una crisis aguda llegaron a un punto límite que ya no podían atravesar y generaban un panorama sombrío.
Desde el año 1995, luego del Tequila, hasta el fin del gobierno de Menem, la dialéctica de la confrontación entre economistas fue de una gran riqueza discursiva. La defensa de la convertibilidad hallaba todos tipo de protectores, las explicaciones sobre su necesidad y vigencia tenían un mundo por detrás y un futuro que consideraban incuestionable a pesar de la crisis de los mercados emergentes, de la desocupación masiva y crónica, de la deflación de precios, de una economía deprimida, de un déficit creciente y de una deuda impagable. Pero sus defensores pedían para salir del pozo más convertibilidad, más ajuste y más deuda. Quienes atacaban el sistema no sabían cómo salir de él y finalmente una vez en el gobierno intentaron mejorarlo sin cambiarlo hasta que estalló en 2001.
Hoy nuevamente las voces económicas se alzan y se cruzan en el ágora nacional. En este caso el modelo de crecimiento con equidad, tal como es bautizado por el oficialismo, tiene fisuras que permiten un debate exhaustivo. Los primeros años de Néstor Kirchner mostraron buenos resultados, y lo sucedido en 2001 –como antes en el ’75 y en el ’89– daba poco lugar para sutilezas y reparos críticos dada la procedencia de la situación que se había heredado.
A partir de esta nueva situación la primera pregunta que formulamos es si estamos ante una próxima crisis. La segunda pregunta es si hay algún sector político de la oposición que de verificarse este diagnóstico tenga las espaldas para soportar el costo que implica salir de la misma. La respuesta es “no” para el segundo interrogante, y “no sabemos” para el primero. Cuando hay incertidumbre y temor por la situación en la que se vive, y no se ve en el horizonte la posibilidad de una mejora concreta ni a quienes pueden conducir la nave en la tormenta, la agitación es grande y los números de los economistas se multiplican a favor del temor o de la esperanza.
No hay como la inseguridad para aguijonear al pensamiento. Fue la virtud socrática, la del Tábano de Atenas, el uso sabio de la incertidumbre para que sus conciudadanos tomaran consciencia de la crisis en la que vivían.
Podemos enunciar varios enigmas. Si el gasto social aumenta un 30 por ciento y la recaudación 12, ¿el modelo es sustentable? ¿El uso de los recursos fiscales de la ANSES alcanzan para respaldar los planes sociales sin poner en peligro los pagos a los futuros jubilados? Los subsidios al transporte, a los combustibles, el control de precios de productos básicos, ¿no tienen un límite tanto en lo que concierne a la falta de inversión y al funcionamiento de la infraestructura como a los recursos crecientes que se necesitan? ¿El estímulo a la demanda por aumentos salariales, créditos blandos y asistencia social no producirá una inflación de tal magnitud que evapore el alivio transitorio de la población y requiera nuevos y mayores estímulos para solventarlo hasta que la situación se torne inviable? ¿Serán suficientes el crecimiento de Brasil y China para mantener o aumentar las exportaciones argentinas y mediante el superávit comercial sostener los alicientes a la demanda interna? ¿Se necesitará financiamiento externo o alcanzan las reservas para cumplir compromisos con acreedores y proteger al país de las presiones contra la moneda?
No hay que sorprenderse de que no se vivan tiempos de tranquilidad cuando oficialismo y oposición están alarmados. El primero porque se siente apretado en dinero para satisfacer las demandas populares y de los mandatarios provinciales. El segundo porque no quiere recibir una bomba de tiempo en dos años. Ante las urgencias y conveniencias de unos y otros se agitan los espíritus. Los políticos gritarán “traición a la patria”, “conspiración”, “restauración conservadora”, “corrupción”, “dictadura de caja”, pero es en lo económico donde se juegan las cartas. Lo que no hay que perder de vista es que a pesar de este determinismo, es la situación política la que condicionará el resultado de las opciones que se tomen.
*Filósofo (www.tomasabraham.com.ar)