Tal vez, donde aparece una fuerte resistencia se oculta un gran interés. Durante décadas pasé por alto la lectura de los diarios de escritores y salteaba prolijamente las partes de sus novelas que se presentaban como textuales de sus laboratorios de creación. La primera excepción a esa conducta, que yo recuerde, fueron los bellos diarios de sueños de Graham Greene, donde se podía leer el registro de una experiencia convertida en literatura y no el empleo de la literatura en la construcción de un yo que se pretende privado, pero se concibe para la posteridad. Luego, durante otra parva de años, nada, hasta que leí los de Bioy Casares, y sobre todo su Borges, un extraordinario ejemplo de sumisión, rebeldía, aceptación y memoria. Borges fue el Aleph de Bioy Casares, el punto máximo de su encuentro con la literatura, en la lectura del genio ajeno. Podríamos pensar que Borges no necesitó escribir su diario por dos motivos; el primero, porque su propio laboratorio de escritura fueron los Textos cautivos, que revelan cómo se apropiaba de argumentos y pensamientos que después transfiguraba en su propia obra, y porque la ceguera lo convirtió en una especie de colaborador permanente de todos los medios de comunicación, donde escribía oralmente, dictaba la forma de su figura de autor como performance masiva .
Pero este año, por fin, renuncié a mi renuncia y fue el año donde la lectura de los diarios de escritores se convirtió en la experiencia más fuerte. El diario es, en el fondo, la forma de una novela que prescinde de la trama y de la lógica del argumento porque se concibe como una serie de variaciones de tono, el imperio de (con suerte) todos los registros de una voz. Así, fue el año de los diarios de Kafka (la edición más completa), atento a la vez a la vanguardia y a la judería; los de Cheever, impresionante testimonio de lo irrenunciable de los deseos reprimidos y la autopunición. Y ahora, los de Piglia. Para la próxima columna.