Con las recientes visitas del jefe de Gabinete, Marcos Peña, a Cuba, Londres y Nueva York, como con otras realizadas anteriormente a Washington, se observa la irrupción de un nuevo tipo de diplomacia en Argentina. Esta es comparable, aunque no idéntica, a la realizada por los primeros ministros en Francia, bajo el régimen presidencialista galo. Tiene a su vez un claro impacto en la formulación y la implementación de la política exterior argentina.
Esta particular forma de diplomacia puede ser denominada “supraministerial”, y tiene características distintivas. Está por debajo de la Macridiplomacia presidencial, y un escalón por encima de la ejercida por el canciller. Al estar llevada a cabo por un jefe de gabinete que goza de la plena confianza del presidente, actúa como un refuerzo coherente y visible a la muy activa diplomacia presidencial.
Esta diplomacia supraministerial no compite con la diplomacia de la Cancillería, sino que la orienta y comanda. Así, no es una diplomacia paralela como la que ejercieron el ministro de Economía José Alfredo Martínez de Hoz, durante el gobierno militar de Jorge Videla, o el ministro de Planeamiento Julio De Vido durante los gobiernos del matrimonio Kirchner. Es más bien un centro neurálgico de elaboración de los lineamientos de la política exterior actual, que asume, en ocasiones, como en los recientes viajes mencionados, mayores grados de visibilidad. Estos lineamientos son seguidos e implementados en lo formal por los funcionarios de la Cancillería.
En el esquema vertical actual, el canciller es en realidad el cuarto en la línea de mando de nuestras las relaciones exteriores. Esto se debe a que bajo Marcos Peña podemos identificar a Fulvio Pompeo como secretario de Asuntos Estratégicos, quien se ocupa de las áreas de política exterior y defensa. Fue Pompeo quien seleccionó a Faurie como canciller. Previamente lo había designado para implementar la asunción del presidente Macri desde el punto de vista de ceremonial, área en la que Faurie es experto. En este contexto, no es de esperar que se produzcan tensiones o debates de fondo como los que mantuvieron Henry Kissinger y Zbigniew Brzezinski, como asesores nacionales de seguridad en Estados Unidos, con sus respectivos secretarios de Estado: William Rogers y Cyrus Vance. Una consecuencia directa de ser el cuarto en la línea de mando de nuestras relaciones exteriores es que los diplomáticos y visitantes extranjeros prefieran reunirse con Marcos Peña y con Fulvio Pompeo antes que reunirse con el canciller.
De esta manera, la Cancillería se va convirtiendo en una institución donde priman lo formal y lo ceremonial. Y a la que se debilita asignándole tareas y objetivos imposibles de cumplir, y que le son difíciles de rechazar. Como organizar una reunión ministerial de la OMC exitosa, o concluir un tratado de libre comercio con la Unión Europea en un plazo de dos años. Si sumamos a esto que se han limitado sus posibilidades de contribución al desarrollo, en particular en el campo de la promoción del comercio exterior, se verifica que la Cancillería va perdiendo sustancia, prestigio y peso específico en el área internacional.
Además de que disminuyen sus grados de autoridad en materia de política exterior, la Cancillería va perdiendo su capacidad de influenciar al equipo presidencial y de proponer enfoques realistas y balanceados, en un mundo que Raymond Aron definió como “pluripolar”, y que se caracteriza hoy por el surgimiento de centros de poder en el Asia.
Esto se nota en un pronunciado viraje hacia Estados Unidos, en tiempos en los que Barry Posen –en la revista Foreign Affairs– denomina como “hegemonismo iliberal” a la política internacional del presidente Trump. Un “hegemonismo iliberal” que reemplaza al hegemonismo liberal norteamericano de posguerra, y en el que pueden convivir el desmantelamiento de las instituciones multilaterales con los durísimos enfrentamientos comerciales entre Estados Unidos y el tándem Unión Europea-Canadá en el G7, y con un pedido de Trump a que Rusia sea reincorporado a este grupo. En este contexto, una posición más balanceada y diversificada en materia de política exterior, como la expresada por la canciller Malcorra, y varios de los más notables funcionarios de la Cancillería, va siendo dejada de lado.
También se ha notado en la rapidez con la cual el gobierno de Macri ha acudido al FMI. Esto se ha hecho sin tomar plena conciencia del impacto que esta decisión tiene en cuanto a los grados de autonomía de la que puede disponer nuestra política exterior, ya que Estados Unidos tiene poder de veto en esta institución.
A su vez, la falta de influencia de la Cancillería se nota en el campo de la energía nuclear –uno de los atributos de poder de nuestra política exterior–, con la decisión de cancelar la construcción de una cuarta central nuclear. Esta debía ser financiada por China, pero basada en tecnología canadiense similar a la central de Embalse en Córdoba. En su proceso de construcción se combinaban proveedores locales con una dirección y una coordinación del proyecto a manos de ingenieros argentinos, claras expresiones de desarrollo.
La falta de influencia de la Cancillería se ha notado hasta en uno de los elementos más poderosos de nuestro soft power: el fútbol. Así, a pesar de las advertencias del Ministerio de Relaciones Exteriores, se tomó demasiado tiempo en reaccionar ante el pedido de que el encuentro entre Argentina e Israel se disputara en Jerusalén, en vez de Haifa. Tras la polémica internacional y regional desatada por el traslado de la embajada norteamericana a dicha ciudad, debió haberse rechazado inmediatamente el cambio de sede.
La emergencia de una diplomacia supraministerial no tiene por qué ser un hecho negativo. Pero puede serlo si las personas que la lideran no tienen un nivel superlativo, y si no se aprovecha todo el potencial de la Cancillería. n
*Autor de Buscando consensos al fin del mundo: hacia una política exterior argentina con consensos (2015-2027), publicado por el CARI, con el apoyo de la Fundación Konrad Adenauer.