COLUMNISTAS
R. Fort (1968-2013)

Divo chocolatinero

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La agonía no fue tan breve y es luego de su muerte cuando comienzan tanto su crucifixión como su santificación mediática. Por la mañana, alguien me comentaba haberlo visto en una entrevista, tiempo atrás, negándose al chantaje emocional de la beneficencia, que supone que hacer el bien es depositar en la mano del que necesita la moneda que está por caer del bolsillo. Por la tarde, un programa detelevisión mostraba a una señora que cargaba a un niño, tal vez su hijo, víctima de un daño severo –no sé cuál– y que aseguraba que el caballero multiimplantado le había pagado un viaje a China para atenderlo. La vida de un santo no es una sucesión de estampas pías con un señor que tiene una espiga entre las manos mientras alza la vista al firmamento con expresión de carnero degollado, sino una película que empieza con un badulaque o un criminal que en un momento determinado hace su profesión de arrepentimiento y con sus dichos y sus obras realiza su purificación moral y se gana arduamente el perdón del señor del cielo.

Con sus Ejercicios espirituales, Ignacio de Loyola inventó una gramática de la purificación para ser soldados de la causa de la Iglesia, y su procedimiento era someter al cuerpo a rigores físicos y mentales para ganar el alma y la trascendencia. Más moderno, como un chongo caído del paraíso de Visconti, Ricardo Fort entendió que las mortificaciones del cuerpo podían convertirlo en un dios y le permitirían ganar el alma y el amor de los dispuestos a creer que todo se consigue con dinero,

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