El triste caso de Juan Rosario Mazzone, el salteño intendente gordo de El Bordo, que en imperdonable sunga ajustada se sacó fotos con algunas menores que en paños menores se vieron tentadas por el irresistible erotismo del poder, me recordó por su vulgaridad a su estricto y refinado opuesto.
Filippo de Pisis (1896-1956) nació en el ambiente acomodado de la vetusta nobleza de Ferrara. Rodeado de delicadas cosas bellas, asistió al instituto, leyó poesía, coleccionó antigüedades, derrochó la fortuna familiar. De las desenterradas estatuas del pasado grecorromano le interesaban menos la mutilación de las formas que el verde musgo acumulado en las entrepiernas; se concebía como un Des Esseintes itálico antes de que al original lo desenterrara Michel Houellebecq. A cambio de ajenjo, se intoxicó con Baudelaire, Verlaine y Rimbaud, frecuentó a los pintores metafísicos: Carrá, De Chirico, Sabino. Ya en Roma, visitó cafés literarios, se codeó con intelectuales, estudió en directo la pintura del siglo XIX y a los impresionistas franceses. Necesitó París, imperiosamente. Allí conoció a Braque, Matisse, Picasso, Soutine y pintó centenares, miles de cuadros.
Durante la Segunda Guerra Mundial se estableció en Milán, y cuando las bombas empezaron a silbar se mudó a Venecia, donde habitó un palacete tirando a ruinoso y se dio el gusto de desplazarse en góndola; el lento palear de sus dos gondoleros personales (libreas negras, botones de oro, pantalones al cuerpo) lo llevaba a recordar el ensueño de la cuna, mientras que el rítmico remover de esas olorosas aguas infectas le evocaba la sentencia latina sobre el nacimiento entre las heces y la orina (inter faeces et urinam nascimur). Algo de esa torsión escatológica se advierte en sus esbozos homoeróticos, donde los cuerpos duros son la materia densa de una torsión imposible; en esos retorcimientos de sospechable gusto, el ano expele su gusano y la uretra suelta la lluvia de sus líquidos dorados. Para peor, luego de concluidos ponía aquellos trabajos bajo la percha desde donde Coco, su loro brasileño, los decoraba con fervor digestivo, anticipando algunas experiencias expresionistas abstractas de Jackson Pollock. Cuando no se entretenía con esas piezas donde la necesidad colaboraba con el azar, De Pisis pintaba paisajes urbanos, escenas marinas, bodegones con nombres de flores donde conquistaba a sus chongos queridos. Uno de éstos, el impetuoso “Marcello”, le contagió una enfermedad que se convirtió en un chancro que derivó en una úlcera que se transformó en un sangrante cáncer que lo obligó a cargar durante sus últimos años con un ano contra natura, lo que de nuevo prueba, por si hiciera falta, que la vida imita al arte en su porfía y su simetría, y explica también por qué a Mazzone, un poco ayudado en su tropiezo por la campaña moralizante de los carceleros televisivos, lo van a rajar de una patada en el culo.