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Dos lecturas

Dos lecturas se suceden, por azar, y entran espontáneamente en diálogo, resonando una en la otra.

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Dos lecturas se suceden, por azar, y entran espontáneamente en diálogo, resonando una en la otra. Entre los notables ensayos de Impresiones hay uno que Ezequiel Alemian le dedica a la figura de los escritores malditos: su tradición, “de Sade a Jean Genet”, pasando por Baudelaire o por Rimbaud; su conceptualización posible, a través de Georges Bataille; algunos de sus referentes en la literatura argentina: de Barón Biza a Jorge Asís, pasando por Carlos Correas o por Ricardo Zelarayán.

Hay un dejo de nostalgia en el texto de Alemian, de cosa perdida y añorada, toda vez que “hoy los escritores malditos parecen definitivamente enterrados en el pasado”. Después de Impresiones, de Alemian, paso a leer El tiempo de la convalecencia, de Alberto Giordano, en una de cuyas entradas (son textos previamente subidos a Facebook) se pone agudamente en cuestión la bravata inofensiva de un pretendido poeta maldito, o bien, dicho de otro modo, se discierne con acidez hasta qué punto la gestualidad previsible y sobreactuada del supuesto escritor maldito no es hoy por hoy ni más ni menos que eso: gestualidad, sobreactuación, previsibilidad, remedo inofensivo. “Una posición exigente, pero tan convencional como cualquier otra”, dice Giordano, “porque responde, como todas, a demandas de reconocimiento que en seguida se vuelven imperiosas”.

¿Y si en una realidad maldita no hubiese nadie más integrado, más funcional y más correcto que el autodicente escritor maldito? ¿Y si para una política maldita, para la cual toda la literatura está al margen, el que se ufana de malditismo no fuese sino el “intelectual orgánico”? Pienso ahora en esa grandiosa Biblia hereje que es el Borges de Adolfo Bioy Casares. ¿Y si no fuese otro que Borges nuestro verdadero escritor maldito? Dejándonos, de paso, este problema más bien insoluble, el de ser quien ocupa el centro fehaciente del canon.

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