COLUMNISTAS

Dos libros

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Por qué intentar encontrar puntos en común, relaciones cercanas, cuando no las hay? Advertencia, pues: evitar esa tentación, que es casi un lugar común, una acción remanida del periodismo, la crítica literaria e incluso la literatura, actividades a las que por suerte no me dedico (regenteo la sandwichería de un bingo: estaba preocupado porque si ganaba Gabriela nos iban a dar de baja la concesión, pero ahora que ganó Horacio seguro que seguimos). Quiero decir: los dos libros sobre los que disertaré a continuación no tienen nada que ver entre sí, salvo que el género de uno es la poesía, y del otro podría decirse que es una narración escrita en verso libre, y, sobre todo, que ambos me procuraron intenso placer en largos y tediosos viajes en el 108 rumbo a Plaza Italia, zona en la que, por razones que ahora no vienen al caso, pasé muchos días durante abril.
El primero es El ídolo creacionista, de Luis Omar Cáceres, publicado en Chile por Ediciones Lastarria el año pasado, que incluye un erudito estudio de María José Cabezas Corcione, una atractiva contratapa a cargo de Pedro Pablo Guerrero y diversos materiales de y sobre el propio poeta. Chileno, Cáceres nació en 1904 y murió en 1943. Autor de un único libro –precisamente El ídolo creacionista, de 1934–, él mismo se encargó de destruir casi toda la edición. Sólo algunos pocos ejemplares se salvaron del fuego, lo que volvió a Cáceres un poeta entre secreto, olvidado y maldito, y a su libro una rareza inhallable. Esta edición resuelve la segunda situación, y profundiza la primera, porque después de su lectura su encanto misterioso se acentúa aun más. Conocido en su tiempo por integrar la Antología de poesía chilena nueva, que en 1935 compilaron Eduardo Anguita y Volodia Teitelboim (de 21 y 19 años cada uno), selección que causó toda clase de polémicas (comparable sólo con la Antología de la poesía mexicana moderna, que en ese país Jorge Cuesta había compilado unos años antes), El ídolo creacionista está lleno de momentos plenos, como éste: “Contra el rumbo de la noche voy ganando hojas de plata,/ y he de estar dormido cuando todas me pertenezcan”.
Cuento para una persona, editado por Entropía, es el tercer libro de Laura Petrecca (Buenos Aires, 1985). Está escrito con una deliberada ambigüedad (no sólo de género: ¿es poesía? ¿Es una novela? ¿Una nouvelle, como anuncia la tapa del libro? Preguntas que a esta altura no tienen ya casi sentido), pero por sobre todo con una sintaxis perturbadora que se cuela, se filtra y se expande por la violencia en que se escanden los versos. Escandir –es decir: salirse de truco de escandir como recurso de taller literario– no es un arte fácil, y Petrecca lo logra con autoridad. Y si digo violencia es porque el balbuceo (el tartamudeo, escribe Arturo Carrera, como una cita a Deleuze, en el paratexto del libro) detrás de esa fachada de levedad, de indefinición topológica (va para acá, va para allá), esconde –es decir, exhibe– una formidable violencia sobre el sentido, al que coloca en la indefensión de la demora, del extravío. Compacto, Cuento para una persona parece desconfiar de la búsqueda de la frase perfecta (búsqueda fallida de antemano) y concentrarse en el flujo de los párrafos, en la circulación de la tensión interna de texto: “Cuando él salió/ ella se dio cuenta que hacía mucho/ no sentía una tranquilidad tan cierta.”