Todos los escritores son de algún modo provincianos y su aspiración a la universalidad es sólo la prueba de una carencia. En todo caso, se puede ser provinciano de muchas maneras. Esta semana me tocó leer dos libros provincianos que lo son de modo opuesto. El primero fue Amor de Artur, de Xosé Luis Méndez Ferrín, una colección de cinco relatos traducidos en 2009. Méndez Ferrín (1938) es gallego, muy gallego: escribe en gallego, estuvo preso por gallego, fue presidente de la Academia Gallega, es independentista gallego (de una rama ultra, afín ideológicamente a Batasuna), etc. Ferrín es provinciano de un modo ostensible, ambicioso. El libro está escrito en una lengua florida y exhibe la típica mezcla entre la particularidad geográfica y la cultura universal que tan bien caracteriza el gesto provinciano. Méndez Ferrín habla de sus vacaciones infantiles en las montañas de Orense, pero construye también una mitología que incluye el reino gallego y su conflicto con el español. En el cuento que da nombre al libro, el tema son los amores entre Artur, Ginebra y Lanzarote, con intervención de Merlín y otros personajes artúricos. Imagino que Méndez Ferrín, un escritor elevado, profesional y oficial de su comarca, que combina como corresponde el humor con la pompa y aspira a ser grandioso tanto cuando habla de historia como de sexo, tendrá un día su calle y su plaza y será leído obligatoriamente por los niños gallegos de varias generaciones. Imagino también que su obra se estudiará en la Academia dentro y fuera de Galicia, donde se demostrará que fue injustamente ninguneado por la capital y postergado por escritores madrileños de menor mérito. Tal vez en un futuro se lo considere El Gran Escritor Gallego: es que un escritor provincianamente explícito como Méndez Ferrín puede llegar a ser más o menos famoso, pero su destino es ser parte de la cultura.
El otro libro lleva el curioso título de Cuadernos de lengua y literatura; Volúmenes V, VI y VII y su autor es Mario Ortiz, nacido en Bahía Blanca en 1965 y profesor de Literatura, aunque el libro es lo contrario de un texto y dudo que algún día se use como bibliografía en el colegio. Si Amor de Artur es un libro con aspiraciones públicas, los Cuadernos se instalan en lo privado, o más bien en lo íntimo, y le proponen al lector un juego bien distinto que el de admirar al autor. En cambio, le ofrecen seguirlo por un territorio que Ortiz define como una ciencia de lo particular, en la que el mapa de Bahía y la historia del desguace ferroviario menemista se mezclan con la locura propia y ajena y con investigaciones que transitan sin hiatos de lo doméstico a lo erudito. Ortiz se interesa por algunas cosas: por la tipografía, por un yuyo que da flores amarillas, por las funciones matemáticas, por la destrucción del empleo, por los motores antiguos y por el prójimo. Bajo el lema de que sólo la poesía puede decir ciertas cosas, desafía a Wittgenstein y, hablando de lo que no se puede hablar, convierte cada una de sus investigaciones en un relato único y fascinador. Aunque no hay nada costumbrista en la escritura de Ortiz, su provincianismo es de la clase que volverá a Bahía Blanca impensable en la literatura sin su obra, como el Paraná lo es sin la de su tocayo Juan L.