Tuve una pesadilla terrible: soñé que había un gobierno cuyo plan económico generaba cientos de miles de desocupados, pymes y comercios cerrados, una inmensa transferencia de recursos de los sectores medios y bajos a los grandes grupos concentrados del campo y la minería, una vuelta triunfal de la patria financiera, un endeudamiento externo brutal, un aumento de tarifas de más del 1.000%, una apertura irrestricta de las importaciones que hiere de muerte a decenas de ramas, como la textil o el calzado. Pero la pesadilla no terminó ahí. Soñé también que había una oposición corrompida y fragmentada, que en el fondo –y no tan en el fondo– prefiere que el Gobierno haga el “trabajo sucio” que habría hecho ella misma si fuese gobierno, para luego, dentro de dos o seis años, volver al poder sin responsabilidad alguna sobre la tragedia a la que nos conducen el Gobierno y sus aliados, las grandes corporaciones de todo tipo, incluidas las mediáticas. Y cuando estaba a punto de despertarme, sin embargo soñé que, pese a todo, el Gobierno ganaba las elecciones de medio término y dos años después era reelecto por otro período. Me desperté agitado y con ganas de vomitar. Pero cuando logré abrir los ojos me di cuenta de que era sólo una pesadilla y que nada de eso pasaba en la realidad. Aliviado, me dieron ganas de leer.
Tomé primero El lecho, novela de Esteban López Brusa (Estructura Mental a las Estrellas, La Plata, 2017). Discretamente, López Brusa viene escribiendo una de las obras más agudas de la narrativa argentina actual. El talento de El lecho reside en detenerse justo antes de que se vuelva alegoría. Una novela hecha casi sólo de personajes femeninos, cargada de escenas sociales (piquetes, cortes de calle, luchas, el mundo de la cooperativa), con un leve aire de género fantástico, apenas, en detalles, pero suficiente para volverse significativos; nada sin embargo debe comprenderse como metáfora de algo o clave de lectura. Más bien a la inversa: López Brusa es el gran escritor argentino de lo abierto, de la apertura del sentido. En todo caso, podría decirse: no hay alegoría pero sí hay crítica. Allí también López Brusa acierta.
Luego leí Una ofrenda musical, novela de Luis Sagasti (Eterna Cadencia, Buenos Aires, 2017). Con toques de ensayo erudito y de relato fragmentado, Sagasti parece pensar la narración como algo que fluye, que confluye hacia un punto de condensación: en Una ofrenda musical cada palabra, cada frase, es irremplazable. Como una novela hecha de miniaturas, cada una perfecta y encastrada sobre la otra. La variación –como tema, como estética, como ritornello– es el asunto de la novela, que incluye, hacia el final, un pasaje crucial, aquí sí metáfora de algo, sólo que no sabemos bien de qué: la idea de que existe una canción (en este caso de los Rollings Stones), una canción única, la mejor canción, pero que nunca fue grabada. Una canción que “sólo tocan para ellos cuando prueban sonido o ensayan (…) es un tema precioso, armónicamente muy simple y con un riff devastador. Mejor que Satisfaction”. Como si hubiera en la música o en la literatura o más allá, en alguna otra parte, un secreto guardado, una piedra imposible de romper, algo a lo que nunca podremos acceder. La variación, como juego de diferencias y repetición, lo intuye, lo señala, e invita al lector a “renovar el silencio”.