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Dos tubérculos

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En Los dos papas asistimos a un mito de nacimiento de Francisco I, el papa argentino. Benedicto, el papa saliente, está ahí diseñado para contrastar contra sus dones. El teólogo brillante que fue Ratzinger ha dejado paso a un anciano trémulo, sin nada especial. Toca un poco el piano, pero no sabe hacer chistes (solo chistes alemanes, sin gracia). No está en estado de gracia; ya no siente la voz de Dios. De vez en cuando una voz electrónica que cuenta sus pasos le ordena: es hora de caminar. Es una película sobre la inspiración, poseer o no la voz de Dios.

Bergoglio posee el talento extraordinario de encarnar al hombre común. Un hombre comme il faut, a la sudaca. Ama el fútbol, la pizza; ha conocido el amor de una mujer. Comparte con el director brasileño Meirelles el desprecio por las pompas europeas, esa debilidad maricona de la Iglesia (de la que Ratzinger era fan). La Iglesia presentada como un aquelarre de locas arranca con Bergoglio silbando Dancing Queen de ABBA, que se vuelve la música incidental del cónclave de obispos.

Como una discreta avanzada imperial argenta, Los dos papas convive en Netflix con el documental sobre Maradona, la divinidad encarnada. Maradona en Sinaloa narra las tentaciones que acechan al hombre en estado de gracia. Ambos son héroes antiintelectuales, poseídos por un ego que maneja al dedillo la vulgata popular.

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Los papas miran la final Argentina-Alemania; detrás suena Bésame mucho. Bergoglio aplica el aikido tanguero y feminiza a Ratzinger: lo hace bailar en la posición de mujer. Cuando lo elijan, renunciará a los zapatos rojos de Prada. La suya será una Iglesia macha, austera, sin los signos gays del pasado. Más hábil, que conoce el arte peronista de decir una cosa y vestirla de otra. Que calla, como él calló cuando secuestraban gente en Argentina. Que sabe sostener un discurso anticapitalista para confort de las almas bellas. Que agita la reforma, y conserva. Los dos papas son Bergoglio.