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Dos veces libro

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Poco antes del inicio de la cuarentena, junto a mi amigo S.D. hicimos una gran recorrida por librerías de viejo. Como parte de ese periplo, me hice de El planeta de Mr. Sammler, de Saul Bellow (Emecé, Colección Literatura universal, Buenos Aires, 1977, traducción de Rafael Vázquez Zamora). Ayer lo terminé de leer y, cuando fui a ubicarlo en la biblioteca, me di cuenta de que ya lo tenía. No recuerdo cuándo compré el otro ejemplar, ni dónde, ni nada. Y por supuesto no lo había leído. Creo que es la segunda o tercera vez que me pasa algo así, situación que, puesto a pensar en ella, supongo que deber ser resultado de, al menos, dos razones. La primera y más evidente, la edad. La conjunción del exceso, durante toda mi vida, de nicotina y de sánguches de carne desmechada con barbacoa de Subway, conduce irremediablemente a un daño cerebral incipiente, como el que imagino debo estar padeciendo. En mi caso (no voy a entrar aquí en intimidades, pero créanme: es verdad) perder la memoria más que una pérdida sería una ganancia. Pero en segundo lugar, el olvido (reparado por la segunda compra) pude ser también achacado a mi relación lamentablemente tardía con Bellow. Y si digo tardía es porque empecé a leerlo no hace mucho, error más grave aún que los litros de J&B con los que suelo acompañar las dos otras causas antes mencionadas en el origen de mi desmemoria. Seguramente debo haber comprado el primer ejemplar por alguna razón irrelevante (estaría barato o en una oferta de 2 al precio de 3, o algo así). De hecho, el primer libro de Bellow que leí fue Ravelstein (Emecé, Buenos Aires, 2001, traducción Rolando Costa Picazo), que recuerdo haber comprado saldado por Corrientes bastante después de su salida, y que me encantó. ¿Entonces por qué no seguí leyendo a Bellow? Realmente no lo sé. Sé, en cambio, que por razones profesionales hace un par de años leí un ensayo de Cynthia Ozick sobre él, que me pareció tan extraordinario que me lancé a su lectura (por cierto, la propia Ozick es también tan extraordinaria que logró que, la semana pasada, por mail, un joven y promisorio escritor argentino me mandara un acertijo sobre ella, que no logré resolver. Me ofrecía una fortuna si lo hacía, pues moriré pobre, algo que igual ya sabía que ocurriría).

Así que recalé en El planeta… como primera etapa de un recorrido que espero termine con su obra completa debidamente leída.  Aquí Bellow juega con un personaje nacido en Cracovia, tuerto, altísimo y sobreviviente del Holocausto que, ya en Nueva York, se convierte en profesor de Literatura. Por supuesto, todos esos temas –la tradición judía, la neoyorquina, la literatura– están presentes en la novela, pero mucho más aún lo está la destreza para la observación fina, casi distraída, sobre las caminatas, las derivas urbanas, el ruido de la ciudad  y el temor a que la utopía se vuelva apocalipsis. En su ensayo, Ozick recuerda cuando Bellow y su amigo Isaac Rosenfeld, con menos de 20 años, “disolvieron las solmenes ironías de Canción de amor de J. Alfred Prufrock, de Eliot, convirtiéndolas en una tonadilla yiddish satírica e hilarante”. Ese chiste marca, para Ozick, “el momento en que los escritores judíos de nacimiento y que despertaron a la conciencia de ser estadounidenses se negaron a ser rechazados por la historia occidental”. Algo de ese gesto hay en Bellow y, por supuesto, en la propia Ozick.