En esta conmemoración, el pesimismo será para muchos mayoritario. La fábula de que pudimos ser un gran país y perdimos el zapatito a medianoche, imaginando algunos que nos veían en el podio imperial, mientras tantos inmigrantes se habrían equivocado al bajar en este puerto, la conocemos y de sobra.
Luego, los recuerdos: la versión de los conquistadores es primera, ya que nadie impone la versión real de los indios, que sólo lograrían sobrevivir en su versión de mestizos. La Revolución de Mayo que nos libera de seguir siendo colonia española, y tantos sueños de ser universales, sin llegar siquiera a forjar la propia identidad. Una inmigración tan plural como populosa, que altera sin duda, el tronco cultural incipiente al que imaginábamos pertenecer y los que nos enrostran un pasado glorioso y una generación brillante, todo eso para ellos, sin que los pobres pudieran siquiera votar.
El Centenario se vivió en estado de sitio y un siglo después, festejamos en democracia, pero con cierta crispación. En aquel tiempo Ricardo Rojas y otros abrían un debate que, aún hoy, está inconcluso.
Y, de este presente agitado que vivimos, no queda ni una obra que recuerde la fecha, ni torre ni obelisco que rememoren en ladrillos lo logrado entre todos. Los enormes monumentos tubulares que incitan a la queja vehicular en la avenida 9 de Julio me recuerdan al Fellini de Ocho y medio, que deposita en una estructura parecida sus dudas e impotencias.
La nuestra es una edad de la patria que está en condiciones de merecer ciudadanos maduros, convencidos al menos de que son adversarios que hace tiempo dejaron de ser enemigos.
Algunos nos comparan, sin anestesia, con otras experiencias más logradas, como si fuera lo mismo sumar decenas de sangres y culturas, que exportar una identidad madura y organizada, como si la geografía y la historia fueran elementos secundarios al desarrollo humano.
No tenemos una identidad dominante, no pudo serlo la española y menos aún al gestar sus propios denostadores; nos llenamos de Italia hasta que una generación lo encontró poco elegante. Convocamos entonces, a todas las etnias y alguno pensó que un crisol de razas se volvía síntesis en el primer intento. Demasiadas sangres para lograrlo en tan poco tiempo: en una fragua, el tiempo es necesario para elegir o asumir las características que nos dotan de cultura universal.
¡Cómo no cultivar en exceso el psicoanálisis cuando tantas costumbres diversas nos cruzaron en los tiempos de elegir una identidad!
Conocer Europa es encontrar noticias del ancestro, asumir también que cada inmigrante tardó demasiado en consolidarse, que allá las guerras enseñaron mucho más que las palabras.
Pareciera que ahora, en este presente que deslumbra por confuso, ya no quedan dudas de que a la patria la integramos todos. Claro que nadie logra tomar la distancia necesaria para ordenar los pedazos de esta manera de vivir la política. No logramos convertir las diferencias en matices y estos en riqueza, para el colorido de este espacio que la vida nos legó. Algunos recurren a los próceres, otros recuerdan las injusticias, los hay que exudan pesimismo y hasta una minoría optimista pugna por sobrevivir.
Si bien es cierto que no es alentador el conformismo, no hemos aprendido todavía a respetar lo que somos, a aceptar lo que obtuvimos, como punto de partida para seguir construyendo. Pero mucho menos, nos sirve esa frustración agresiva de patriota indignado por los altibajos del destino.
Todavía hay quienes cultivan la teoría del enemigo como energía necesaria para su propio accionar, sin pensar que los sectarismos se mueren por carencia de apoyos.
Sin embargo, parecería haber algo que asoma y comienza a imponer su criterio, ya no nos alcanza con denunciar al culpable.
¡Cuántos de nuestros mayores huyeron de sus tierras creyendo que eran yermas, y décadas más tarde algunos de sus descendientes pugnaban por recobrar aquella identidad! Si los abuelos habían huido de la miseria, algunos nietos terminaron enojándose con la tierra elegida y soñando con volver a la de sus antepasados.
Somos una sociedad que se asoma a concluir su pubertad, una mezcla que se acerca a una síntesis. Siento que estamos cerca, que nos empezamos a enamorar de cómo somos y a sentirnos más seguros de la forma de vida que supimos forjar.
Insisto en esta idea: si los años nos miden el amor a lo nuestro, nos parece poco lo que hemos conseguido, pero empezamos a coincidir en el amor a esta tierra y, de a poco, también a preferir a sus habitantes. Para una nación, doscientos años es una marca de plena juventud, estamos maduros para conmemorar en soledad lo logrado, hacia adelante ya podremos festejar todos juntos.
Quizás estemos más cerca de alcanzarlo.
*Militante justicialista.