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¿Economía o política?

Las decisiones oficiales buscan calmar los mercados, pero no generan tranquilidad. La coyuntura atravesada por lo electoral.

AXEL MARCA ACME Kicillof
| Pablo Temes

Mientras el paso de los días empuja el proceso electoral hacia el camino de su inevitable culminación y lo instala poco a poco en la agenda de la gente, los acontecimientos abren más incertidumbres en el plano de la economía. La lógica venía diciendo que el Gobierno tendería a despejar esas incertidumbres generando previsibilidad y confianza, para poder operar con mayor capacidad de iniciativa y control de la situación en el plano electoral. No es lo que está sucediendo, no al menos desde la comprensión del saber convencional en temas de política y economía. Ocurre que entre el reducido número de personas que ocupan posiciones dirigentes en la política o en los negocios y en las franjas de personas informadas –“los que leen los diarios”– se habla bastante de economía, pero en verdad se vive de la política, mientras la inmensa mayoría de la gente –que no pretende estar muy informada y no invierte para estarlo– habla bastante de política pero realmente vive de la economía. Esas son las dos culturas políticas que conviven entre sí y generan los procesos políticos: la cultura “mundana”, la de la cotidianeidad, y la cultura “académica”, la de los que hacen política y toman decisiones. El tema de la deuda externa lo ilustra: la prensa gráfica le dedica cantidades de páginas diarias; la mayoría de la gente no habla mucho de eso ni se interesa demasiado, pero las consecuencias las sufrirán todos.

Es así: este default que no es default –o todo lo contrario– genera un cimbronazo en la economía del país. El cimbronazo se atenúa un poco porque todavía se sostiene una cierta sensación de que es posible que el Gobierno alcance algún tipo de arreglo. Y además porque las señales de la economía no son inequívocamente catastróficas. Hay en el mundo quienes observan a la Argentina desde una mirada más atenta a las tendencias de fondo que a lo anecdótico: la coyuntura argentina no es brillante, pero precisamente puede ser un buen momento para comprar activos argentinos; en un mundo con fuerte oferta de cereales y de hidrocarburos, los precios pueden bajar circunstancialmente, pero por abundante que sea la oferta, la demanda crece imparable, y la Argentina está del lado afortunado de esa ecuación. Además, el agro no baja las manos, se ve vigor en esa industria. El sector de los hidrocarburos se muestra también dinámico. Por eso, y a pesar de todo lo que hacemos los argentinos para que nadie confíe en nuestro país –ni nosotros mismos–, siempre parece haber algunas razones para confiar en la Argentina.
El Gobierno trata de manejar la economía haciendo política. La Presidenta y el ministro de Economía, habituados a un permanente vaivén entre sorprender con medidas y anuncios que inquietan a los mercados y medidas que tienden a satisfacerlos, no generan tranquilidad. Pero parecen creer que la incertidumbre y el clima épico con el que tratan de revestirla son un suficiente sustituto de la tranquilidad. El saber convencional va en la línea de aquel famoso dictum “it’s the economy, stupid”; el saber de muchos oficialistas va en la línea de “esto es política, estúpido”.

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Ese es el meollo de un debate nunca zanjado. El Gobierno, desde los tiempos de Néstor Kirchner hasta hoy, desde Guillermo Moreno hasta Kicillof, confía en controlar la economía mediante regulaciones e intervenciones –otros gobiernos anteriores también iban en esa dirección–; el saber convencional cree en la confianza y, en última instancia, en “el mercado”, como lo expresó esta semana el senador Pichetto cuando reivindicó su “mirada de un capitalismo de mercado más abierto”, explicitando una divisoria que cala dentro y fuera del oficialismo. El debate no zanjado llega hasta las explicaciones de los éxitos y los fracasos del Gobierno. Cuando le va bien, la interpretación gubernamental recae en sus capacidades políticas y discursivas; sin embargo, las evidencias estadísticas son contundentes: le va bien cuando la economía anda bien. Y al revés. Hay equívocos parecidos en los espacios opositores; algunos dirigentes no terminan de entender por qué hay gente que vota, o que deja de votar, a los candidatos del Gobierno.


Lo cierto es que la estrategia electoral del oficialismo tampoco es clara. La percepción generalizada en la sociedad es que Daniel Scioli es quien tiene más chances de representar la oferta electoral oficialista el año que viene, y el que se muestra más competitivo; pero no hay ninguna percepción generalizada acerca de si esto es lo que el Gobierno busca, lo que eventualmente acepta por carecer de mejores alternativas, o algo que tratará de evitar. No está claro si la estrategia electoral del oficialismo es jugar con varias cartas o bien dejar que el juego se desarrolle con final abierto, o directamente apostar al triunfo de alguna opción opositora imaginando entonces cuatro años del próximo mandato plagados de conflictividad política y pensando más en 2019 que en 2015.


Más allá de lo que se piense en sectores del Gobierno, para el saber convencional algo es seguro: si la economía no se reactiva, el resultado electoral no puede ser muy bueno para el Gobierno. Los índices de inflación de Moreno no produjeron votos; la inflación real que la gente palpaba todos los días se los tragó. Parece una ley de hierro. Si los precios siguen subiendo, si las oportunidades laborales van mermando, si el nivel de actividad declina, los votos no fluirán fácilmente.


Por eso, la situación electoral actual desafía los esquemas ideológicos y los supuestos simplistas. El candidato oficialista más fuerte, Daniel Scioli, es el más fuerte porque gran parte del electorado lo ve como el menos oficialista de los oficialistas. Del mismo modo, los candidatos opositores más fuertes –Sergio Massa y Mauricio Macri– lo son porque el electorado los ve como los menos opositores. Curiosa situación en la que la oferta política se dispersa entre opciones extremas cuando los votantes demandan convergencia y equilibrio.