Con la necesidad genuina de los salvajes. Sara se desploma sobre el lecho caldoso del río. Suspendida la felicidad entre paréntesis, se deja llevar, corriente abajo, como un tronco. Activa cada tanto las aspas para elevar el cuerpo, cogotea para rescatar dosis de aire. No pide ayuda, no la necesita. Está bien así, fundidas las lágrimas en el cuerpo líquido que la contiene. Hace la plancha, uf, ahora sí está serena, la osamenta en el nirvana etcétera. Contempla las estrellas que la noche ofrece. De cada lado del río se esparce un denso tejido vegetal hecho de juncos, sauces, sarandíes, ceibos. Entonces las luces vivas de las casas quedan atrapadas detrás de ese cerco que las vuelve intermitentes y delgadas, apenas si llegan al río convertidas en reflejo. Los muelles de las casas, algunos de ellos despedazados por el agua o por la desidia, se suceden conforme el descenso. Las pocas lanchas que por allí pasan –por la hora, es tarde– pliegan a su paso la placa mansa fabricando jorobas líquidas que rompen en la orilla. Es uno de los pocos sonidos que se acercan. El motor de las lanchas, el bicherío del entorno y el aleteo tartamudo de Sara; que está mamada. Después de una botella de ginebra, más vino, y sumale sedantes. Por eso el hijo, alertado, se estira hasta el muelle de la casa para pedirle que regrese; pero ya no la divisa. Ya no le pide, le exige a gritos que vuelva. Nada. Ella no responde. Se queda así, planchada, dejándose llevar por la curva dinámica, la contención vital de la placenta primaria. El río que todo lo traga y reconvierte: la mierda, el semen, los rulos, los muertos, y también la angustia.
Hasta esa tarde noche, las jornadas en el terrenito caminaban en cámara lenta. Mate, té, jugo de pomelo, torta frita, cocina a toda hora. Por momentos, sin forzarlo, encendían el inventario para que la charla fluyera. Los silencios abundaban. Por las noches en el cielo se veían muchas estrellas. El agua de la zanja jugueteaba junto al cerco espeso, las macetas con flores perseguían los reflejos de la noche.
Cuando volvía el día, luego de alimentar a los perros y a las gallinas, ella se sentaba en la mecedora descolada para quedar ahí, hundida en sus cavilaciones que abarcaban la oscuridad, el polvo, las cortinas bajas. Una mañana de mucho calor me acerqué, la besé como siempre lo hacía al levantarme –y antes de tumbarme– y le pregunté por su padre (mi abuelo) muerto. No tardó en rebelarse y cambiar de tema. Se puso a hablar del tiempo. Nunca empleaba un tono de remordimiento defensivo. Esas trizaduras de la psique, el bienestar ligero. Toda la vida entera es una fucking mierda, pensé.
Aquella tarde noche en la casa del Tigre, Sara despide al padre, muerto horas antes. Había llegado desde la ciudad, una vez finalizada la ceremonia, el protocolo funerario, molido el espinazo por el hallazgo de la fatalidad. Como Michaux, ella rema. Ahí, en ese edén elástico, agreste, en la opresión del humedal que es refugio de tantos, sobre todo de los que escapan de sus propias sombras. Ella rema. En el río que todo lo traga y reconvierte. Tigre: territorio mítico.