COLUMNISTAS

Editores y editados

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Encuentro en mi biblioteca un libro leído hace veinte años, o quizás más: Duque, pequeña y perfecta novela de José Diez Canseco, escritor peruano nacido en 1904 y muerto en 1949. La novela viene precedida de la leyenda del desacuerdo desastroso entre el autor y el editor. Nada extraño: las relaciones entre autores y editores no son fáciles. ¿Existe algún libro que trate del tema? ¿Alguno que vaya más allá de lo anecdótico? (que Gide rechazó a Proust, etc., etc., etc.). La relación entre autor y editor debe entenderse como el choque, la colisión, el encuentro entre dos instituciones. El autor –lo sabemos al menos desde Foucault y el estructuralismo– es una construcción ideológica relativamente reciente, “moderna”. El editor como institución pertenece sincrónicamente a esa misma episteme. Ambos son instituciones liberales, que funcionan en el ámbito del mercado y de la circulación de bienes culturales de consumo masivo, como los libros. Pero “choque” o “colisión” no debe entenderse necesariamente como llevarse mal, ni siquiera como tener intereses contrapuestos, sino como la condición de posibilidad para establecer un tipo de contrato basado en el crujir, en el crepitar de una relación estética, en la tensión que opera entre el texto (del autor) y el libro (del mercado). De hecho, yo me llevo muy bien con casi todos mis editores (les hago perder plata: lo único que falta es tratarlos mal) y lejos de mí, reproducir el estereotipo del escritor rebelde que se enfrenta con el editor malvado (la experiencia me indica, después de Bolaño –y mucho antes también– que la mayoría de los escritores rebeldes se vuelven millonarios).

Sin embargo, no deja de ser interesante volver a la historia de la publicación de Duque. Escrita entre 1928 y 1929, se publicó en Chile en 1934, sin que el autor estuviera enterado (estaba de viaje por Europa). La decisión la tomó el editor, Luis Alberto Sánchez, quien también prologó el libro. Diez Canseco protestó argumentando que habían pasado muchos años y ya no estaba conforme con la novela, que hubiera preferido corregirla, o incluso archivarla. Por último, decía que tampoco le gustaba el prólogo, acusando al editor de no haber comprendido el texto.

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Sánchez respondió con dureza, señalando que en verdad el enojo del autor se debía a que ya no tenía una opinión tan crítica con la alta sociedad limeña (tema central de la novela) como la que tenía al momento de escribir el libro. La polémica continuó cierto tiempo más, y todo terminó en 1937, cuando apareció la segunda edición, por supuesto sin el prólogo de Sánchez. Por cierto, Duque es una de las más interesantes novelas peruanas, en el límite entre la vanguardia y el realismo, cargada de ironía y una sutil galería de juegos literarios, entre ellos el de llamarla Duque, nombre del perro del protagonista, que casi no tiene intervención en la trama.

Son tantos los casos que rozan estas cuestiones que no se pueden resumir: de la relación de amor-odio entre Flaubert y Máxime du Camp, amigo y editor original de Madame Bovary, hasta llegar, entre nosotros, a La vida nueva, de César Aira –gran historia sobre la amistad imaginaria entre autor y editor y, a la vez, indulgente homenaje a la edición independiente–, la relación entre el proveedor de la materia prima (el autor) y el encargado de convertir eso en un producto (el editor) no ha sido sin embargo tema de estudio y análisis, por lo menos como se merecería.
Quizás por eso me encantaría leer una buena historia de la relación entre editores y autores: por ese nudo pasa buena parte de lo más interesante del talento, la neurosis, la inteligencia, la histeria, la competencia, la amistad, el resentimiento y la incomprensión en la historia de la literatura.