Durante este trepidante mes de julio, tres potencias (Estados Unidos, China y Rusia), han hecho gestos de calibre, acompañados por acciones de respaldo de algunos laderos como, en el caso de EE.UU., Gran Bretaña y Japón.
Enrique de Gales, 29 años, cuarto en la línea sucesoria de la reinante soberana británica, fue enviado por el Foreign Office en visita a Chile durante tres días a partir del 27 de junio. Fotos con la presidente Bachelet, encuentro con la Fundación Jesús, sonrisas y saludos como confeti suspendidos en las fotografías.
La prensa chilena ha cubierto el evento subrayando la importancia de la relación con el país del pelirrojo príncipe Enrique (Harry). Nada en medios argentinos.
La relación chileno-británica (en particular entre las marinas y las fuerzas aéreas) y la fértil relación entre Punta Arenas y las ocupadas Malvinas, debieran incitar un seguimiento mediático argentino a la medida de nuestras intranquilidades. Al margen de la visita, la presidenta Bachelet ha tenido una actitud solidaria hacia el reclamo soberano argentino; ello sin perjuicio de la elección de una política exterior con prioridades diferentes a las nuestras.
Ni bien culminó la visita del miembro de la realeza, Bachelet viajó a Washington y fue recibida con elogios por el presidente Obama, con quien trataron la marcha de la Asociación Transpacífica, herramienta diplomática y comercial desarrollada por la Casa Blanca a partir de una iniciativa lanzada en 2005 por tres países ribereños del gran océano.
Esta negociación permanente, suscripta por once países se halla en diferentes grados de avance y tiene por objeto, más allá de sus fines mercantiles y aduaneros, robustecer un cuadro hegemónico de EE.UU. en materia tarifaria, de derechos intelectuales y de seguridad para las grandes corporaciones. En el listado de los países del Pacífico ya anotados en la proyectada asociación están Chile, Perú y México; Colombia también ha mostrado interés en comenzar el proceso negociador cuya “rueda” actual comenzó el jueves 3 de julio en Vancouver, Canadá. Primer ejemplo de movida estratégica de EE.UU.
Al mismo tiempo que el joven Harry regresa a Londres, llega a esa ciudad el primer ministro de China, señor Li Kequing. La visita estuvo en riesgo de tropezar a causa de la irritación china por no incluir la agenda una audiencia con Isabel II. El asunto se subsanó y el premier tuvo su té en Buckingham Palace. Igualmente, los chinos expresaron su molestia porque la alfombra roja no llegaba hasta el pie de la escalerilla del avión.
A su vez, el presidente de China Xi Jinping llegará a Buenos Aires el 19 de julio. Y este mismo mes pisa nuestro país el presidente de Rusia, Vladimir Putin. Dos visitantes de peso, con agenda de trabajo política, económica y financiera.
Nuestro país, por invitación de Rusia, también participará del encuentro de países Brics en Fortaleza, Brasil; un convite que conlleva una porción de reciprocidad que Argentina deberá ofrecer en materia política o estratégica. Y que, en el caso de Putin, seguramente requerirá alguna expresión argentina sobre Ucrania.
Las visitas a la Argentina y Brasil de estos dos portaestandartes de la opción multipolar, y su posterior asistencia a la 6ª Cumbre de los países Bric’s, se conjugan en clave de las grandes maniobras y posicionamientos que efectúan varios actores principales, en diferentes capitales, desafiando sin cesar los límites recíprocos del atrevimiento, del desgaste o de la codicia (así como el espacio de los intereses compartidos y el identikit de los adversarios comunes). El uso de la fuerza no militar es moneda corriente en esos duelos verbales, fácticos, mediáticos y financieros. Y la pugna por territorios su punto de sublimación, alfa y omega de la diplomacia contemporánea. El territorio incluye el mar y agrega el espacio extraterrestre, dimensión en la que el número de jugadores se reduce a cifras de un dígito.
Movida estratégica entonces, de Rusia y China en Sudamérica y en el Atlántico, acompañados por Brasil, la India y Sudáfrica, en un contexto en el que los especialistas discuten si China y Rusia son “poderes revisionistas” que controvierten el actual statu quo (Walter Russell Mead), o apenas ronroneadores que se exhiben sólo para obtener mayores beneficios de un orden mundial liderado por los Estados Unidos (John Ikenberry).
Los posicionamientos, acciones y concertación de proyectos comunes entre Rusia y China hace que –sin ser aliadas– sean socias principales en el armado de la configuración futura de otra gran área del planeta, que incluye a Eurasia, el Asia Central, el mar Artico y el mar de la China. Allí, comparten intereses geopolíticamente trascendentales, que van desde el chino en el acceso a las rutas interoceánicas a través del Artico, hasta la importancia que otorga Rusia a ser proveedor principal de China en hidrocarburos; y otras de escala continental, como por ejemplo la vocación de Rusia de volver a ser la potencia rectora de Eurasia.
China, por su parte, tiene como objetivo a largo plazo recuperar su predominio sobre el mar de China, también llamado “la lengua de vaca”, por el diseño que sugiere –en el imaginario oriental– la inmensa zona marítima una vez unidos los puntos de su trazado jurisdiccional.
Allí China disputa a Taiwán y Japón las islas Diaoyu; las islas Paracel a Taiwán y Vietnam; y las Spratly a Taiwán, Vietnam, Filipinas y Malasia. Todas ellas, anclas esenciales de reclamos territoriales.
Tercer movimiento estratégico es la decisión del primer ministro del Japón, Shinzo Abe, de interpretar el artículo 6º de la Constitución de 1947 (dictada por Washington) como permitiendo el derecho a la defensa colectiva, lo que conlleva la posibilidad de ejercer su “autodefensa” cuando –dice la resolución del gabinete del 1º de julio– se produzcan ataques “a países con vínculos estrechos”.
Este paso de Abe y su ministro de defensa, señor Onodera, quiebra una regla áurea de los límites de la militarización nipona y han suscitado alarma en Beijing, pero también en Corea, países que recuerdan las líneas de sangre escritas por el Imperio del Japón en sus respectivas historias.
Otro sugestivo desarrollo, definido por Beijing como el “Cinturón Económico de la Ruta de la Seda”, es una creación de Xi Jinping que reúne a China, Rusia, India e Irán, más otros países de Asia Central. El proyecto aspira a incluir cuarenta países de Asia y Eurasia con una población total de 3 mil millones de personas. Rusia (144 millones), mira al Este. China (1.380 millones), al Oeste. Los dos se acercan a través de Kazajistán.
Caja fuerte mundial de materias primas minerales y ochenta veces menos poblado que el gigante oriental vecino, Kazajistán es estado pivote y centro de ese océano de tierras que es el Asia Central.
Rusia se empeña en corporizar el sueño de una Eurasia bajo su influencia desde Almaty, metrópolis de la gran estepa e histórico punto de cruce, de contacto y de negocios entre las caravanas que iban y venían de Xi’an, en la provincia de Shaanxi, entonces la mayor urbe del mundo (siglos V y VI).
Alexander Borodin, inspirado compositor ruso e hijo ilegítimo del príncipe georgiano Luká Gedevanishvili, escribió una partitura sinfónica (En las estepas del Asia Central) que seduce al oyente rioplatense por suscitar una emoción equivalente a la que inspiran melodías vernáculas evocadoras de nuestras grandes llanuras secas y despobladas.
Los encuentros en 1270-1290 entre el veneciano Marco Polo y el enviado imperial Zhang Quian, en algún punto de aquellas extensas y áridas pampas tendidas a lo largo de los 7 mil kilómetros de la Ruta de la Seda que unía a Oriente con Occidente, son todavía datos de referencia de la historia de la geopolítica.
Hoy, oleoductos, gasoductos, caminos y líneas férreas de alta velocidad se van entrelazando paso a paso, como expresión física de una complicidad estratégica sustancial entre Moscú y Beijing, cuyo alcance adivinaron los venecianos y los emperadores mongoles y hoy hacen germinar y abonan las dos grandes potencias y sus asociados.
(Continuará)