La opinión pública se ha vista conmovida al enterarse de situaciones de mediática promiscuidad sexual sucedidas en colegios y municipalidades de provincias. Lo llamativo es que no faltaron registros en video o en fotografía, como si estos formaran parte infaltable de dichas orgías. O como si se organizaran y consumaran para ser filmadas o fotografiadas, construyendo lo que en el relato posterior sería el “nos divertimos muchísimo” con registro comprobatorio...
Es claro que tales hábitos novedosos, impensables no hace mucho, significan el ingenuo acatamiento a las “instrucciones” recibidas de las grandes cadenas de televisión capitalinas que premian a aquellas mujeres que, como Wanda Nara, son “sorprendidas” porque alguien sube una prolija filmación de una golosa fellatio a YouTube. Lo que llevó a Moria a felicitarla en cámara por su audacia. O la niña que es descalificada de un programa juvenil porque un supuesto ex novio despechado divulga un video que la muestra en un acto sexual completo. Con lo que la “castigada” alcanza la fama, al participar en “Bailando por un sueño”, mucho más rápida y masivamente que los otros aspirantes de buena conducta.
El extremo ha llegado a que le basta a la Salazar desmentir con ojos lacrimosos que no es ella la que da clases prácticas de sexo en otro video para que ello le abra las puertas de todos los programas de chimentos, en los que en horario vespertino se muestra la filmación de la polémica, al alcance de niñas y niños.
Lo que impacta es tanta insanable mediocridad y vulgaridad, alejada de una verdadera sexualidad que contrasta con la riqueza artística de la perversión santificada por el talento de páginas, escenas y cuadros maravillosos. Como por ejemplo la epistolaridad de Henry Miller: “Querida Nuria: Déjame demorarme en tu sexo: apenas he podido saborearlo, mi boca está hambrienta de esa pulpa dulcísima. No me has dicho a qué sabe. Hay sexos ácidos, intensos, retadores, como la carne del pomelo, hay sexos agridulces como cerezas tiernas; hay sexos que rezuman deliciosos almíbares, embriagadores jugos de arándano y moras (…) He hundido la cabeza entre la fronda oscura de tu sexo, y allí quiero perderme. Quiero apresar en mi boca ese rescoldo terso y abultado, esa rosa carnal, pulsante, mínima, que hiere desde lejos. La tomo entre los labios con esmero, y dejo que mi lengua la vaya acariciando, muy despacio al principio, con más brío después. A veces, cuando siento más hondo tus gemidos, me detengo un instante para besar los pliegues ya entibiados, el dintel de la gruta que se adentra en lo oscuro. Soy un perro encarcelado lamiéndote el coño, un animal que ansía tu vulva estremecida, tus muslos oscilantes, tus piernas como esbeltas lianas de blancura.””
Estamos ante la inoculación televisiva, suprema pedagoga, de un criterio acerca de qué significa “divertirse”: participar de un acto perverso registrado, que es perverso justamente porque sucede para un tercero mirón, que para eso y no para otra cosa parecen haberse inventado los celulares que fotografían y filman. Y no será necesario que la orgía lo sea realmente, bastará con que lo que se muestre lo parezca, ajustándose así a la posmoderna histerización de lo sexual. Sexualidad que tiene al culo como protagonista obsesivo. Javier Cercas escribió: “Hace ya varias décadas, Witold Gombrowicz proclamó el advenimiento de la civilización del culo. El anuncio causó sensación, y las reacciones de pensadores e intelectuales no se hicieron esperar. Entre nosotros, Josep Pla, con su irredento conservadurismo de pequeño propietario rural, afirmaba hacia 1970 que nunca la parte posterior del ser humano había sido puesta en evidencia como en esta época, ni por medios más sabiamente concertados, y que esa ostentación sólo podía ser un signo de decadencia, porque cuanto más cerca está una civilización del culo, más lejos está de la cabeza”.
Antes el culo era asunto de dos, a lo más de tres, y no de millones como hoy. “Desnuda, cógeme, solamente con tus medias y tu sombrero puesto, acostados en el piso, con una flor roja en el culo, montándome como un hombre, con tus muslos entre los míos y tu robusto trasero. Móntame vestida con tu bata de estar (ojalá tengas esa tan bonita), con nada debajo de ella, ábretela repentinamente y muéstrame tu vientre y tus muslos y tu espalda y empújame sobre ti, encima de la mesa de la cocina. Cógeme con tu culo, boca abajo en la cama, con tu cabello suelto, desnuda, pero con tus adorables bragas rosas perfumadas, abiertas desvergonzadamente de atrás y medio caídas, de modo que se pueda entrever un poco de tu trasero…”(Carta de James Joyce a Nora Barnacle).
Si algo le faltaba invadir a la televisión, el último reducto, eran los vicios privados y colectivos. Con la salvedad de que esos vicios, hoy devenidos modernidades, se consuman para la televisión, en especial de YouTube, que hoy ocupa el lugar que antes, hace muchísimo tiempo, ocupaban las Tablas de la Ley, con sus olvidadas instrucciones para hacer de la vida algo donde algunos valores se respetasen y donde lo espiritual ocupara algún lugar.