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El agente secreto

Discriminado, lo que se dice “discriminado”, nunca me he sentido. Y sin embargo... Cada vez que viajo en avión, pequeñas lucecitas de colores se prenden a mi paso y alarmas, que tal vez sólo yo oigo, alertan a los servicios secretos de todas las potencias. Ahora que van a cerrar Guantánamo no me preocupo tanto, pero de todos modos voy siempre provisto de mis mejores credenciales.

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Discriminado, lo que se dice “discriminado”, nunca me he sentido. Y sin embargo... Cada vez que viajo en avión, pequeñas lucecitas de colores se prenden a mi paso y alarmas, que tal vez sólo yo oigo, alertan a los servicios secretos de todas las potencias. Ahora que van a cerrar Guantánamo no me preocupo tanto, pero de todos modos voy siempre provisto de mis mejores credenciales. Al salir de Argentina: “¿A dónde va?” (a nadie más se lo preguntan). Al llegar a España, mientras los africanos subsaharianos y los otros pasan como trombas a través de migraciones, mi pasaporte es minuciosamente revisado: “¿Primera vez?” (hay que explicar que el pasaporte es nuevo, porque en nuestro país dura sólo cinco años y además es carísimo, etc.). “No, miles de veces”.
Al llegar a Berlín, los bellos y amables policías investigan el pasaporte como si entendieran algo de la lengua bárbara en la que está escrito y me preguntan dónde vivo, a dónde voy y por qué (gerente no parezco, turista tampoco). Hace unos días, una guaranga que trabaja para Iberia cometió la torpeza de preguntarme por qué habíamos armado (la persona que me acompañaba y yo) una sola valija con nuestra ropa. “Porque viajamos juntos, porque somos pareja, qué, ¿te molesta?”, le grité en la cara (lamentando no ser de esas personas que escupen al hablar, para mejor mostrarle mi desprecio). Estando en casa, esos pequeños disturbios se resuelven con una carcajada. En los aeropuertos, uno hasta tiene miedo de reírse.
¿Por quién me toman? Nunca me lo dicen, pero como veo que los jóvenes turcos entran a Berlín sin problema alguno gritándose groserías en su lengua, pienso que no saben bien a qué clase incorporarme (¿migrante?, ¿mafioso ruso?). “Piensan que sos palestino”, me dice una amiga. En ese caso, cuando vaya a Egipto, estoy seguro, me van a preguntar direcciones en la calle. Y como no he podido aprender ni las más elementales frases de cortesía en esa lengua áspera, me quedaré atónito, sospecharán que soy un espía disfrazado y voy a terminar con mis huesos en una cárcel cairota. Viajo por el mundo de la mano de una fantasía pueril: “My name is Link, Daniel Link”. Y que con eso baste.