Estaba leyendo el tercer tomo de la saga de Karl Ove Knausgard y me costaba meterme en la historia, pensaba que esta vez Knausgard no lo había logrado como en los libros anteriores. Empezó a bajar el nivel, pensaba, replicando el comportamiento de los cabezas de coco que sólo disfrutan del fútbol de Messi si gana con la Selección. Uno supone que se llega a disfrutar de los libros porque ya leyó muchos antes y esa experiencia de lectura lo prepara para los nuevos.
Pero a veces es el trance vital, son las experiencias cotidianas lo que nos sirve para acercarnos a obras que, en otros momentos, nos resultaron insondables, como Trilce de César Vallejo o el Ulises de Joyce. Estoy casi seguro de que alguien que nunca haya leído un libro pero sí haya tenido experiencias intensas en su vida tiene más posibilidades de entrar y disfrutar del Ulises más allá de todas las claves de lectura que éste tiene como vademécum. De a poco, el libro de Kar Ove empezó a funcionar. Como todas las grandes obras, las obras intensas, peligrosas, son ellas las que ponen las reglas en las que van a ser medidas. No el aparato de marketing de una editorial, ni el consenso intelectual del momento ni la velocidad banal de la publicidad. Todo eso dura menos que un día de franco. Creo que a muchos les interesa más el fenómeno internacional que Knausgard produjo (traducciones, fanatismo de escritores de renombre, discusiones, impugnaciones) que su literatura a secas. Como si el genio de Aira fuera ahora más importante porque lo recomendó Patty Smith. Pensaba esto mientras caminaba hacia la hermosa librería de un amigo. ¿Por qué es hermosa? Porque, a pesar de los extraños e insondables libros que tiene, lo que se respira ahí dentro es la vida. La huella de la experiencia de la extraordinaria persona que la pensó y la habita está en cada sector del lugar. Me detuve en este lugar muchas veces, primero como un curioso, después ya como un cliente y al final como un amigo. Siempre encontré una taza de café, un libro genial, un consejo preciso. Como esas casas de luz cálida que vemos en la noche desde un bus en marcha. Cuando llegué, mi amigo no estaba y en su lugar me recibió Maxi, quien suele atender también la librería. Maxi es un chico joven, de lentes, muy agradable, al que no había tratado mucho hasta este momento que cuento. Me dijo, ni bien entré, que mi amigo no estaba porque su hermano mayor había fallecido. Yo sabía que el hermano estaba internado e iba a la librería para tener noticias suyas. Mi amigo estaba en el hospital y le había pedido a Maxi que abriera igual la librería. El dolor bajó de a poco, cubriendo todo. Nos sentamos Maxi y yo en el patio trasero del local, uno frente al otro, y nos pusimos a hablar de mi amigo, de la vida de Maxi antes de venir a la capital, de mi vida cotidiana y ripiosa de todos estos días. Fumamos.
Tomamos café. Le pregunté a Maxi si había conocido al hermano de mi amigo. Me dijo que sí, que era más alto que él. Yo lo había conocido sólo a través de las cosas que me contaba mi amigo. Su hermano era una presencia intensa y constante en su vida. Era el hermano mayor, lo que eso significa. Hablamos también de los libros que estábamos leyendo, que habíamos conseguido. Maxi me dijo que tenía una primera edición de Cicatrices de Saer para leer, en gateras, y que también se había hecho de una edición de El desamparo de Gustavo Ferreyra. La porción del cielo que permite el patio de la librería fue virando de color al compás de la caída de la tarde. En algún momento de la charla coincidimos en que si uno no tiene una gran capacidad de frustración, se puede convertir en un frustrado crónico. Porque la vida, la mayoría de las veces, lo único que hace es frustrarte. Tiene un gran talento para eso. Después recordamos cómo habíamos conocido a nuestro amigo en común, el dueño de la librería invencible. Se me ocurrió que los dos, ahí sentados, charlando y fumando, de alguna manera estábamos acompañando a nuestro amigo, estábamos velando a su hermano por wi-fi.
Acordamos que era así. Mallarmé decía que todos los sucesos de la vida deberían concluir en un libro; el amigo invencible dice que los libros tienen que confluir en la vida, que si no, no sirven para nada.