Cuando me ofrecieron escribir una columna por semana dudé en aceptar. La frecuencia me parecía excesiva. Imaginaba luchas titánicas contra la falta de ideas, epifanías de esterilidad. ¿Se puede pensar en algo una vez por semana? ¿Ser sutil, inteligente, divertido, profundo, digresivo, preciso, mordaz, con fecha fija de entrega y a cuota cambiante de caracteres? Temí el bochorno, el fracaso, la renuncia, la depresión posterior. Por supuesto, mientras paseaba por la galería de esos nutridos fantasmas ya iba hilvanando frases. Escribir una columna es como llenar un tanque: de noche, la presión de agua sube mejor.
Por un milagro compensatorio de esos que ofrece la vida, esta semana, ya cerca del cierre, me encontré provisto de tantos temas como crímenes puede ofrecer en su currículum un suntuoso criminal. La exhuberancia de la realidad. Pensé en apostrofar al señor Andrew Graham-Yooll, que desempolvó alma de comitre para apostrofarnos a los autores de esta sección por nuestra incuria para opinar acerca del affaire Vargas Llosa-González en los términos que él aguardaba de nuestros ingenios legos. Imaginé un pequeño ensayo símil freudiano acerca de la pulsión de muerte que anima a nuestra especie a construir centrales nucleares en lugares afines a inundaciones, grietas, fallas, y a la persistencia en renovar los créditos y las garantías de permanencia de las tales hasta llegar al punto en que el milenarismo nos lleve a gritar: “¡Apocalipsis, Apocalipsis, Dios existe y nos va a castigar!”. Supuse que me divertiría abordando los sofismas que podría esgrimir algún entusiasta para explicar por qué es una proeza progresista votar como gobernadora de Catamarca a una persona que cree que un crimen que repercute en los medios es un invento de la sección policial. Pero me di cuenta de que en el fondo sólo quería escribir sobre el amor. El amor, su presencia, su falta, su anhelo, su sospecha, la duda acerca de su existencia y la esperanza de su renacimiento. Claro que tal vez este no sea el momento y el lugar para abordar el asunto, y ya no hay espacio.
Debe ser un efecto del fin del verano.