A la vuelta del colegio de mi hija hay un árbol muy especial. Es como una mano joven de cuatro dedos largos. No es un árbol muy alto y es de color verde claro. Está ubicado exactamente entre el colegio y la plaza. Así que después de clase, cuando pasan cerca suyo, ejerce una atracción gravitacional poderosa sobre los niños. Hacen cola para poder treparlo. Como soy un neófito en botánica, me pregunto, mientras espero que Anita se baje, cuál será su nombre científico, cuál será su nombre secreto y si será un árbol autóctono o habrá venido de lejos. Lo cierto es que es un ser que tiene una actitud, como diría Martin Heidegger, de disponibilidad. Está abierto y atento para que le pasen cosas: por eso los chicos no dejan de jugar entre su corta melena, sus dedos flexibles. Me gustaría tener con mis hijos el mismo temple que tiene este árbol con ellos: nunca se queja, no aparenta temer que se puedan caer de él, no les transmite miedo. Este árbol tiene la potencia del vacío del zen: no se enrosca en pensamientos oscuros, no juzga, no cree en nada porque es todo. Y se muestra tal cual es de la misma manera en que la luna se refleja en el agua. Si el joven Basho pasara por aquí, podría dormir bajo su sombra un rato largo. Ahora, mientras escribo, es de noche. Mi hija duerme. Por la expresión distendida y hermosa de su cara, sé que sueña con el árbol. Bajo la luz lunar de las luces de la calle, el árbol duerme: sé que sueña con mi hija.