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El arca argentina

Una tontería pomposa como todo lo que escribe Villoro, subido al pedestal de literato latinoamericano.

No es largo, pero tiene diez autores. El libro de las adicciones, publicado hace poco por Vinilo, tiene el problema de los libros colectivos: para hablar de él hay que referirse a cada uno de los textos. A menos que uno quiera tomar todos los animales del Arca de Noé y lograr que todo lo que se predica del elefante sirva también para el mosquito.

No hay textos sobre elefantes en el libro de las adicciones. Pero sí uno sobre mosquitos firmado por Juan Villoro. Es el peor, porque Villoro cree que el trabajo de un escritor es disfrazar de ingeniosa cualquier idea pobre y arbitraria. En este caso, se trata de conectar dos de sus manías, la de matar mosquitos y la de estar siempre tocando su llavero. Una tontería pomposa como todo lo que escribe Villoro, subido al pedestal de literato latinoamericano apto para prólogos y antologías. Por suerte es el último artículo del libro.

Algunos de los nueve capítulos anteriores hablan de adicciones más populares: el cigarrillo en la prosa insulsa de Luciano Lamberti; la pornografía a partir de las obsesiones masturbatorias de Nicolás Salvarrey (un escritor debería ganarse el derecho de contarle al lector cuántas pajas se hace y este no es el caso); el juego por Cynthia Edul, una evocación un tanto obscena, aunque bajo una sombra que se intuye trágica, de lo que fue la fortuna de su padre. La ponencia de Edul, ennoblecida con citas de filósofos y escritores, podría llamarse “adicción, pero a mucha honra”. Esa categoría le cabe a Joana D’Alessio y su apología del Somit, un medicamento que dan ganas de salir a comprar si uno tiene problemas para dormir. Hay algo de eso también, pero con una ambientación muy sórdida, en la relación de Alejando Seselovsky con la cocaína, a la que acude para permitirse el sexo gay.

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Oscuro y misterioso, pero menos exhibicionista, es el cuadro que Carolina Unrein, mujer transexual, enuncia como adicción a los hombres. Más que de una adicción, en su caso habría que hablar de una tentación, la de un vínculo caracterizado (si no entendí mal) por el deseo y la violencia mutuos entre su cuerpo y el de un hombre que está fuera de los círculos homosexuales que frecuenta la autora.

Se podría calificar el capítulo de Virginia Higa, con su problema con las gotas nasales que la envenenaron durante años, como el más honesto y transparente del lote. Ese suele ser el estilo de Higa como escritora.

Queda preguntarse por la ausencia de alcohol en las adicciones mencionadas y también hablar de la adición más antigua y la más nueva. La primera es la dromomanía, la obsesión por desplazarse que Mariano Llinás vincula con su deambular por las rutas que tanto aparecen en sus películas. Pero como a Simbad el Marino hacia el final de sus viajes, el placer que le despertaba la carretera lo ha ido abandonando para dar paso a la melancolía. También melancólica a su manera es la adicción al celular de Javiera Pérez Salerno, una pasión del siglo XXI. Mientras describe sus técnicas para poder desprenderse del aparato aunque sea unos minutos, se va resignando a que la vida sea una negociación mental entre viejos placeres (como la lectura) y nuevas necesidades (que el celular articula y simboliza). Pérez Salerno nos lleva “con valentía contemporánea”, según ironiza, hacia la modernidad absoluta.