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Apuntes en viaje

El ardor dentro

La prepotencia fulgurante de la luna recorría callejuelas zigzag adoquinadas, en algunos corredores incluso entrometía la intensidad lumínica por los entresijos del susurro.

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El ardor dentro. | marta toledo

Era eso de poder tolerar el ardor dentro. Tan adentro como las vísceras fueran capaces de soportar, incluso ahí en el recinto elástico donde el ritmo del reloj humano (pasos, pulsos y así) tropieza con el acto de fe en lo imposible de la vida. El pasaje en apariencia plano y fijo por el que se desplazan los interrogantes. De lo demás se ocupaba Juan. Para entonces ya habían sido convidados los vasos con whisky y canela, la repartija generosa que engalana al más pudiente. En la cuadra los que podían obsequiarse esas garantías eran dos: el escribano Solano, que ostentaba un chalet generoso con arcada de guarangos en el jardín y camioneta en el garaje, y mi amigo Xavier, heredero del caserón que mantenía con lo cosechado en las hectáreas también heredadas y bien nutridas de las afueras de la ciudad. Pero dentro, tan adentro de nosotros, todo era infierno de sudar.

Mucho más allá de la torre alta de la iglesia principal se extendía ajironada la ristra de nubes tironeadas por los cerros que componen los flancos externos de la cordillera occidental de los Andes, dentro de la hoya del río Chimbo, entre los ríos Culebrillas y Salinas, a una altitud de 2668 m s. n. m. El aire era limpio, prístino, andino. Dieciséis los grados de temperatura; en ocasiones intensas ráfagas arremolinadas levantaban polvareda y entonces valía cubrirse el rostro con lo que fuera. El chirrido de las sirenas de bomberos se arrimaba tibio hasta nuestros oídos. La prepotencia fulgurante de la luna recorría callejuelas zigzag adoquinadas, en algunos corredores incluso entrometía la intensidad lumínica por los entresijos del susurro de los hogares, destripando todo lo que allí quedara del día. 

Guaranda es una simpática ciudad localizada en la cárcava del Chimbo, en el corazón del Ecuador, al noroeste de la provincia de Bolívar. Se encuentra enclavada en el corazón del país, al pie del nevado Chimborazo. Es conocida también como “Ciudad de las Siete Colinas” (está rodeada de los cerros Cruzloma, Loma de Guaranda, San Jacinto, San Bartolo, Talalac, Tililac y el Calvario) y “Ciudad de los Eternos Carnavales”. El movimiento ondulante de sus calles permite que en perspectiva se asemeje a centenares de caparazones de tortugas gigantes forrados con teja colonial. Un espectáculo espléndido de verdad. Está cruzada por los ríos Salinas e Illangama (o Guaranda), a partir de su confluencia al sur de la ciudad, se forma el río Chimbo. Aquí me encuentro ahora, mientras tejo estas líneas, para celebrar el Año Nuevo de 2011.

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En escasos minutos la propagación de alcohol en sangre se vuelve incontrolable, flota en remolinos de ingenuidad contraída. Me temo lo peor, que llega con Los Viejos. El escenario se amplifica: cientos, miles son los desgarrones de tela ardiente lanzadas al aire por empuje explosivo de la alquimia y recorren el poblado como gotitas vaporosas de un veneno letal; aquellos tenues maullidos de las autobombas ahora descosen de manera demencial las arterias taponadas del pueblo diminuto y burbujeante; los regueros de fuego imprimen un friso aterrador. Solo en nuestra cuadra son quemados y alimentados con más cartón y papeles siete monigotes. La ciudad entera arde. En algunas casas deciden exfoliar los parlantes para sintonizar algo de Manungo. De súbito, niños, jóvenes (Xavier) comienzan a saltar por sobre un muñeco encendido. La mayoría exhibe cierta flexibilidad y firmeza en los saltos. Xavier no. Sus ojos bailotean dentro de un cuenco flexible gelatinoso carmesí; sofocado por el hipo, efectúa espasmódicos movimientos mecánicos, de forma lateral y también hacia adelante y hacia atrás. Lleva puestos unos mocasines marrones en tono con la bermuda pinzada salpicada con whisky. Eso, y el cabello vandalizado le dibujan aspecto de lunático.