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El arte de estar ahí

Es interesante que haya logrado un buen resultado después de tanto rondarle a la literatura.

Quintin150
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H ojeo Revolución en el arte, una recopilación de textos de los 60 de Oscar Masotta, en los que el autor defiende el arte pop y la práctica del happening en nombre del marxismo, el estructuralismo y la lingüística. Me detengo en una de las fotos, donde hay unas personas en la calle y me pregunto si una de ellas (nariz y anteojos importantes) es Raúl Escari, a quien nunca vi en persona. Escari no es sólo uno de los cultores de la modernidad de ese tiempo, sino alguien que estuvo en todas partes, aunque no se note. Como él mismo lo dice: “A pesar de las apariencias, soy alguien que tiene berretín de figurar”.
La frase es de Dos relatos porteños, las memorias que le están trayendo una fama retroactiva. Como para probar su ubicuidad, el libro tiene una única foto, pero es top: en 1980, en un balcón de París, el autor fuma marihuana con William Burroughs. La estadía de Escari en París fue larga y allí se relacionó con lo más selecto de la bohemia y la intelectualidad residente, desde Marguerite Duras a Roland Barthes, pasando por Copi y Severo Sarduy. Copi fue uno de sus dos mejores amigos. El otro, según cuenta, fue Enrique Vila-Matas, por ese entonces un “adolescente indiscutiblemente hermoso y atractivo”, al que describe con la ambigua expresión “no gay no straight”. Vila-Matas, a su vez (según nos orienta una nota de Pablo Pérez), lo trasviste a Escari en Bartleby y compañía como la cubano-portuguesa María Lima Mendes, de la que el narrador se enamora “como no lo he estado nunca de nadie” y es una de las personas “más dotadas para la escritura”.
Sin embargo, y por eso es un Bartleby además de un Zelig, Escari ha escrito muy poco, casi nada, aunque haya sido el consejero y la referencia principal en materia literaria del propio Vila-Matas. Así nos lo cuenta el español en París no se acaba nunca, sus memorias ficcionales, en las que Escari tiene una importante participación. De hecho, el autor lo declara su “mejor amigo en París”, habla de su “inteligencia insuperable” y lo hace aparecer en catorce ocasiones, en muchas de ellas como oráculo y consejero.
Los elogios para “el gran Escari” y su “inteligencia insuperable” son tantos que el lector desprevenido llegará a dudar de su existencia. Pero parece que Escari existe. “Los escritores del futuro serán secos, poco elocuentes”, le pronostica Vila-Matas y piensa que “tal vez lo elegante era vivir en la alegría del presente, que es una forma de sentirnos inmortales”.
Elegante y seco es el estilo de Escari en Dos relatos porteños, y eso le permite pasar de la confesión escabrosa a la anécdota cholula o a la evocación de infancia y saltar de la banalidad a la intimidad sin abandonar un humor imperturbable. Escari se propone en el prólogo decir la verdad y nada más que la verdad. Ese soporte empírico y la natural distinción de la prosa le dan al libro una coherencia que se sobrepone al insípido solipsismo de algunos materiales (“Ahora tomo dos botellas de Coca-Cola de litro y medio a diario y ‘me coloco’, como dicen los hispanos. Coca-Cola, café y porros: una receta para el bienestar.”).
Es interesante que Escari haya logrado escribir con buen resultado después de tantos años de rondarle a la literatura. Y que lo haya hecho a su vuelta a la Argentina. La trayectoria de Escari, pero también la de otro parisino recuperado para las pampas, Edgardo Cozarinsky, con su actual florecimiento porteño (no pasa un día sin que salga un libro, una película, una obra de teatro o un artículo suyo), hacen pensar que algo peculiar está pasando en Buenos Aires.
Creo que éste es un momento propicio para un arte como el de Escari, que retoma del happening la simultánea oposición a la tradición y a la vanguardia. Se trata, en la literatura y en la vida, de acontecer, de estar ahí. Y ahora no hay que rendir cuentas al compromiso revolucionario como en tiempos de Masotta. Es que, a su manera, los que lo reclamaban también están ahí. En el Gobierno, claro.