El mundo se desmorona. Esto pasa todos los días. “Ojalá mi alma supiera/ el arte de resignar”, mi querida Isol ensaya sus canciones nuevas con Zypce para su concierto. Resignar. En otro plano, y no sin un dejo de ironía, en su columna de hace dos sábados Fogwill llamaba también a resignarse. Era ante la evidencia de la corrupción en las Fuerzas Armadas. Una amiga yanqui expresa “resignada” que los norteamericanos pagarán en eternas cuotas la mala administración de sus banqueros. Como argentinos, podemos darle cálida contención. Resignarse al mundo, así, tal como viene, es un arte. Un lujo. Los argentinos aprendemos a resignarnos a casi todo. Yo, más o menos.
Resulta que se rompió un caño que abastece un no sé qué y al mismo tiempo (la causalidad así lo exige) se tapó una bomba que desagota no sé qué otra cosa, y en dos horas teníamos en el sótano de casa un metro de agua helada. En AYSA contestan que vendrán a cortar el agua en 48 horas. La familia en pleno es invocada para pensar en un plan alternativo al de ex Aguas Argentinas. El plan, que incluye baldes y trapos y la bomba de Nico, funciona más o menos. Pero es mejor que quedarse viendo subir el horror.
Hay grandes pérdidas materiales. Los soportes de la memoria, los intentos individuales de acaparar el presente, son vanos y heroicos. Estamos solos. Parece que se conservará intacta la memoria marmórea de los pueblos, pero la de un solo individuo –con los recursos a su alcance– está siempre destinada a durar poco. Así que cuidado con lo que se esculpa en mármoles. Porque no quedarán muchas cosas en pie para contradecirlos.
Salgo a comprar cajas secas para reagrupar la pérdida. En la librería, unas chicas de 16 años se llevan stickers para embellecer la carpeta de historia. ¡Ah, pequeñas! ¡Si supieran que esa carpeta terminará un día también bajo las aguas! Siento inmediata simpatía por esas manos que pegotean Snoopies para darle a ese bodoque un alma que dure un poco más que lo que son: papel, soporte provisorio, DVDs dispuestos a pudrirse antes de que hagamos un back-up definitivo. Mucha Piedra Rosetta, mucha Máquina de Dios, pero no se ha descubierto superficie que conserve trazo alguno.
Perdimos una computadora, tiempo precioso, unos parlantes, discos duros, direcciones de gente de hace mucho. Libros para aprender idiomas de los que nunca avancé más de la mitad. Una aspiradora que ya no andaba y dábamos por muerta –en cambio– revive con un golpe. Pero lo más desolador son unas abigarradas cajas con recortes de prensa, faxes de salutaciones históricas, premios enrollados… Masiva desaparición de críticas de mis obras, las cosas que se han dicho sobre ese que fui, que soy, a favor y en contra, entrevistas viejas, allí van con el agua las biografías que no fueron.
En fin. ¿Será resignación? No es mi primera inundación. Que para algo me crié en Ituzaingó. El agua se lleva siempre lo que puede y a veces hay que hacer de la resignación un arte. Que no es lo mismo que resignarse a secas.
No hay forma de darle estatuto poético a una inundación. Pero más vale que empiece a haberla. Porque el agua seguirá haciendo lo que sabe hacer, y nosotros debemos aprender a hacer bien nuestra parte. Y a durar, sólidamente.
Tiro las cajas húmedas y pesan más de lo que recordaba. A lo mejor porque el papel mojado pesa el doble. O a lo mejor estoy llegando a los cuarenta. Me resigno: es oportuno llegar liviano. ¿Y si me esperan nuevas aventuras? ¿Y si conviene empezar esta parte del viaje apenas con lo puesto? Listo. Tiré casi todo. Y ahora, ¿qué?