Hace poco más de diez años, el escritor italiano Alessandro Baricco publicó un artículo en La Repubblica motivado, a su vez, por una nota que había leído en el New York Times. Baricco se enteró allí de que existía un rumor acerca de la obra de Raymond Carver, erigido como uno de los cuentistas modelo de la literatura contemporánea: su estilo seco, descarnado, sus historias mínimas de finales abiertos, es decir, todo lo que lo hacía un autor único, respondería no a su voluntad sino más bien a la intervención de su editor, Gordon Lish, quien habría eliminado de un hachazo más o menos el cincuenta por ciento de sus versiones originales. Baricco viajó a la biblioteca de una universidad de Indiana que archiva los manuscritos de Carver y comprobó el rumor en persona: ahí estaban las páginas con las tachaduras de Lish. El trabajo mayor era evidente en uno de los libros más famosos de Carver, ¿De qué hablamos cuando hablamos de amor?, donde el editor había cambiado el final de diez de los trece cuentos del volumen. A medio camino entre la sorpresa y la indignación, Baricco escribía que se había encontrado con un autor radicalmente distinto al conocido. Ni mejor ni peor sino otro: detrás de las historias donde hasta entonces todos habían leído impavidez, frialdad y destreza de cirujano se escondía un Carver más explicativo, cálido y hasta sentimental.
Quiso la casualidad que la editorial Anagrama publicara por primera vez la versión sin editar de aquel libro de Carver, ahora titulado Principiantes, al mismo tiempo que Baricco, conocido mundialmente por su novela Seda, estuviera de visita en la Argentina en el marco de la Feria del Libro. Principiantes muestra a los lectores el verdadero Carver, o al menos uno más fiel al que todos tienen en mente, y eso queda en evidencia desde un principio: si la edición del libro intervenido por Lish tenía 157 páginas, éste tiene casi exactamente el doble, 312. Aquí está también aquel final mencionado por Baricco en su artículo, el del cuento Una cosa más, al que Lish le cercenó una página entera que resignifica la historia casi por completo. Aproveché la visita del italiano para preguntarle por el tema. Contó que en su momento visitó a Lish, un extraño personaje que lo atendió en su oficina ataviado con un sombrero de cowboy y se negó a referirse al asunto. Y confirmó no sólo que Carver es más el autor de los relatos de Catedral (psicológicos, extensos, argumentativos) que el de sus otros libros, sino la negativa, que permanece hasta hoy, de los editores estadounidenses de publicar este libro con las versiones sin cortes de sus cuentos.
De esta manera, se liman algunas diferencias evidentes entre las obras breves de Carver, Richard Ford y Tobias Wolff, los tres autores que, sin proponérselo, establecieron un modelo (mal llamado “realismo sucio”) al que adhirieron cientos de escritores en todo el mundo. El Carver sin editar ya no es un satélite que gira separado del estilo de Ford y Wolff, sino que se integra al mismo sistema. Pero, sobre todo, surge (aunque estos relatos sean, en sí mismos, atractivos) un malestar inevitable: el de saber que, durante más de treinta años, los lectores han sido engañados por la mano de un editor que inventó un autor que no quiso o no pudo defender su obra. Y que una vez que la versión falsa de sus relatos echó a rodar, no pudo detener la mentira. Ahora podemos confirmar a Carver como uno de los inventos más perfectos (y por eso incómodos) de la industria editorial.