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El avión

No me gusta viajar en avión. Lo considero una hibris, un acto de soberbia contra los dioses, por eso cada vez que estoy por viajar pido perdón a quién sabe qué fuerzas extrañas y sin embargo en la sala de embarque no puedo evitar mirar a los demás pasajeros con su ropa deportiva inflamable y tener pensamientos oscuros.

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No me gusta viajar en avión. Lo considero una hibris, un acto de soberbia contra los dioses, por eso cada vez que estoy por viajar pido perdón a quién sabe qué fuerzas extrañas y sin embargo en la sala de embarque no puedo evitar mirar a los demás pasajeros con su ropa deportiva inflamable y tener pensamientos oscuros. Ahora el accidente del Airbus A-330 y la fiebre porcina vienen a cargar más peso sobre la conciencia del viajante. El otro día en un vuelo, viajé junto a una mujer con barbijo, que se tomó una pastilla que parecía un somnífero, se puso tapones para los oídos y antifaz para evitar la luz. Quedó completamente sellada. Era una imagen del futuro paranoico al que acabamos de llegar. Me dio mucha claustrofobia su estrategia de bloqueo, y me hizo pensar que el infierno no son los otros como proponía Sartre, sino uno mismo; el infierno es quedar encerrado en la propia conciencia, dentro de un cráneo que viaja a 900 kilómetros por hora. Me quedé inmóvil, con las rodillas clavadas contra el asiento de adelante, mirando la pantallita individual con el mapa de navegación que alguien inventó porque le pareció amable informarnos los datos de las pocas posibilidades que tenemos de sobrevivir: estamos a diez horas del continente más cercano, a miles de metros del suelo y afuera hace setenta grados bajo cero. Muchas gracias. Me tomé el Alprazolam que tenía guardado en caso de extrema desesperación y no me dormí sino que mi actividad cerebral bajó un cambio, la asociaciones se volvieron menos siniestras, y el taquígrafo obsesivo se dejó llevar por una ola de bienestar que me hacía repetir “esto se va a caer pero no me importa”. Así son las drogas legales. Me fui macerando durante horas en esa suave pesadilla vertical, sin poder acostarme, juntando mugre internacional, respirando microbios exóticos y olor a adrenalina liberada por el prójimo turista. De pronto las azafatas provocaron el amanecer levantando de prepo las persianas. A mi lado la mujer velada seguía durmiendo, pensé en sacarle una foto porque parecía un Magritte posmoderno, pero no me animé.