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el clasico de espaa, 1 a 1

El Barça festejó por la tabla y el Madrid por no perder el honor

Messi abrió la cuenta de penal para el equipo de Guardiola y empató Cristiano Ronaldo por la misma vía. Así, el partido terminó igualado y ambos respiraron tranquilos. El Barcelona porque mantuvo la distancia de ocho puntos con su rival de ayer. Y el Madrid porque si perdía en su estadio, su ego hubiera tocado fondo de cara a los tres clásicos que vienen.

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Más allá de alguna de tantas estériles discusiones mediáticas, el concepto de “mejor de todos los tiempos” constituye una falacia inofensiva. Nadie puede establecer más que para su propia convicción que Maradona fue mejor que Pelé, que Federer fue mejor que Sampras o que Fangio fue mejor que Schumacher. Francamente, ni siquiera vale la pena esforzarse por convencer al otro de algo que, por cierto y en ecuación inversa, jamás el otro será capaz de convencerlo a uno.

Eso sí, yo soy de los que defienden a ultranza su elección. Y de los que, aun asumiendo como cierto que “el mejor de todos los tiempos” no existe, considera casi necesario que nos apasionemos levantando la bandera de nuestro ícono.

Creo que Maradona fue el mejor de todos los tiempos. Creo que Manu Ginóbili es el más grande deportista de nuestra historia. Y creo que nadie me dará más placer viendo un partido de tenis que el mejor John McEnroe –probablemente, el de casi todo 1984–; me encanta dar mis argumentos y no aspiro a que nadie se convenza de nada a partir de ellos. Tampoco me molesta guardarme las certezas sin discutir.

De algo más estoy convencido. Ser el mejor trasciende netamente las coyunturas. Quiero decir: Barcelona es mejor que Real Madrid más allá de lo sucedido ayer; más allá del saldo que dejen los cuatro partidos que jugarán en menos de un mes y que, efectivamente, detienen los relojes del mundo de las pelotas.

Podemos hablar de Messi contra Ronaldo, de Guardiola contra Mourinho, tanto como hace más de cincuenta años era poco menos que oponer a Rafael Alberti con la Falange. Lo que para mi gusto no cambia es que, de un lado, juega una más de las innumerables constelaciones de figuras futboleras que acumula el Madrid cual señora llena el changuito después de las vacaciones. Del otro, juega el mejor equipo de fútbol que vi en mi vida. Y puedo incluir en la lista desde el Brasil de Pelé o la Holanda de Cruyff hasta el Real de Di Stéfano. Total, a todos, en vivo o en diferido, los tengo vistos en video. Si la jugara al sofisticado, me animaría a decir que este Barcelona remite al maravilloso seleccionado húngaro liderado por Ferenc Puskas, ese que perdió una final increíble ante Alemania en el Mundial de 1954 pero que cacheteó 6 a 3 y 7 a 1 en años sucesivos nada menos que a los ingleses, presuntos líderes del mercado en los primeros años de los 50. Efectivamente, existen copias impecables de partidos de esos tiempos y las cintas dejan a la intemperie muchas similitudes en la filosofía de juego de ambos equipos. Pero antes que viajar tan lejos para jugarla de original, preferiría llenar esta columna con citas de Rudyard Kipling.

De todas maneras, de la mano de las comparaciones es que terminamos metidos en el debate estéril e innecesario.

Barcelona demuestra que el fútbol de los jugadores, de la pelota que corre mucho más que los ejecutantes, de la circulación lateral, diagonal, horizontal y vertical dándole sentido intelectual al juego, ese fútbol que cientos de pregoneros del fútbol-ajedrez aseguraban había dejado de existir, no sólo sigue vivo sino que constituye una escuela vigente, hermosa y ganadora que expone a tantos en su mediocridad.

Tan acostumbrado está Barcelona ya no a derrotar al rival, sino a ser superior y hasta someter a quien enfrente, que no supo ganar en el Bernabéu sin merecerlo.

De todos modos, aun en el contexto de un partido que estuvo lejos de la expectativa –por suerte, pronto llegarán tres más a ver si compensan–, Barcelona volvió a dejar en claro ser, por lejos, el mejor equipo de estos tiempos: en su casa, incluso con el atenuante de haber jugado un buen rato con uno menos, el enorme Real Madrid prefirió condenar su expectativa de liga y seguir a ocho puntos del líder con tal de no sufrir otra derrota.

Insisto: no hubiera considerado merecido un triunfo del equipo de Messi. Pero su superioridad está latente. Para colmo, desde el banco local, Mourinho sigue alternando su tremendo historial con un perfil exasperantemente especulativo. En este caso, no tanto por el planteo sino por su tendencia a especular con lo que pretende el rival. Barcelona tiene la urgencia de jugar todo el tiempo posible. Perdiendo, empatando, ganando por uno, por dos o por diez, Barcelona quiere jugar y jugar. Eso, en el fútbol actual, es tener una urgencia de esas de las que los pillos suelen sacar provecho. Esta vez, a Mourinho le alcanzó con zafar el empate en casa. Resigna el torneo de liga, pero tiene otras dos ilusiones por delante.

¿Volverá a timbearse a manos del deseo lúdico irrefrenable de Barcelona en la final de la Copa? ¿Podrá disfrazar al Real de Di María, Ronaldo, Higuaín, Alonso o Benzema y ser una nueva pesadilla cortoplacista del Barça, como fue el Inter del año último?

Para las pautas del portugués, ése es el único riesgo que suele asumir: el de disfrazar de utilitario hasta a un Jaguar último modelo. Si le sale mal, puede salir del Bernabéu por la puerta de servicio.

Así son las cosas cuando un entrenador quiere que su equipo sea más “él mismo” que los jugadores que lo componen. Algo que jamás se permitiría Guardiola.

Como sea, y más allá de lo que suceda entre la Copa y la Champions –de lo que sucedió ayer, inclusive–, no hay forma de convencerme de que exista un fútbol que merezca ser mirado atentamente más que el de Barcelona.