La última conquista del movimiento obrero organizado arrancada en base a lucha frontal contra el gobierno neoliberal resultó un bono pagadero en dos veces que si se cobra supondrá un “extra” de $ 13,7 diarios, según la tarifa macrista, ese es el precio de un boleto mínimo en colectivo para viajes de menos de 3 kilómetros.
Para colmo, como bien señala en Izquierda Diario el periodista Lucho Aguilar, “el ‘bono de la vergüenza’ por el que la CGT levantó el paro que nunca había convocado no es ni obligatorio, ni universal, ni suficiente. Podrán reclamar excepciones ‘sectores en crisis’, muchas empresas podrán absorberlos como parte de revisiones salariales ya otorgadas o en negociación, y muchas actividades quedarán exceptuadas”.
Este verdadero brulote de la cúpula confederada vuelve a actualizar el tema de un posible quiebre al interior de la organización madre del movimiento obrero organizado.
En rigor, desde que Macri es presidente, sobrevuela conceptual, política y organizativamente la posibilidad de fractura de la CGT con fuerte presión de las confederaciones regionales.
Nada nuevo bajo el sol. Es ya una ley de formación y funcionamiento histórico de la organización gremial, atribuible tal vez (hipótesis provisional) a la gran heterogeneidad ideológica y de proyectos que atraviesa a la dirigencia gremial, sobreimpresa a las notables asimetrías en el impacto sobre el mercado de trabajo de los ajustes conservadores en general y neoliberales en particular.
Lo verdaderamente notable no es el quiebre en sí mismo sino que, contra lo que supone el sentido común de preservación de la unidad como signo de fortaleza y eficacia, las etapas más operativas del movimiento obrero organizado (MOO), las de mayor nivel de confrontación y mejores niveles de acumulación de poder y resultados reivindicativos específicos, se dieron tras las rupturas.
La evidencia histórica muestra que, para los sectores más dinámicos del MOO, la vieja unidad construida en etapas de flujo y ascenso económico y social resultó un lastre para los tramos de reflujo y retroceso socioeconómico.
El primer gran estallido de la historia cegetista se produjo en 1968, bajo el régimen de Juan Carlos Onganía. De esa ruptura nacieron la CGT de los Argentinos, liderada por el gráfico Raimundo Ongaro y combativa contra el gobierno militar, y la CGT Azopardo, de posición más dialoguista y con el metalúrgico Augusto Timoteo Vandor como figura principal.
El siguiente cisma se produjo con el horror de la última dictadura como escenografía. Las sombras de la represión ilegal encontraron por un lado a la ortodoxa CGT Brasil, con el cervecero Saúl Ubaldini como estandarte, y a la CGT Azopardo, impulsada por Jorge Triaca y Armando Cavalieri.
En 1989, se produjo otra división. Esta vez bajo el paraguas del gobierno democrático de Carlos Menem, Ubaldini pasó a conducir la CGT Azopardo, mientras que Güerino Andreoni quedó a cargo de la CGT San Martín.
La última fractura se produjo en 2000, ley laboral de por medio. La CGT oficial pasó a estar controlada por Rodolfo Daer, del gremio de la Alimentación, mientras que Hugo Moyano se puso al frente de la CGT paralela. La división se prolongó hasta 2004, cuando la central obrera se unificó bajo un triunvirato integrado por Moyano, José Luis Lingeri y Susana Rueda, de Sanidad.
Se sucedió luego una escisión breve que no puede con propiedad considerase ruptura con la emergencia de la CGT Azul y Blanca, encabezada por Luis Barrionuevo, un sello opositor surgido en el año 2008, en los albores del conflicto abierto por la reacción del complejo agromediático, frente al intento de captación de renta extraordinaria por parte del gobierno popular-democrático.
¿Se repetirá la historia de fractura en la central obrera durante el enfrentamiento con gobiernos neoliberales?
No lo sabemos, solo una cosa está clara: el tipo de unidad que hasta hoy predomina en la CGT es nítidamente funcional al macriato, se nota mucho y cruje.
*Director de Consultora Equis.