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El buen decir

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Los actores, precisamente porque son actores, cuentan con la posibilidad de ensayar repetidas veces, cinco o veinte, quince o cien, y que por fin, al salir a escena a ofrecer su representación, eso que dicen parezca dicho como por primera vez, vivenciado en el momento, auténtico como el presente. Uno sabe que no es así, que en realidad están repitiendo frases previamente fosilizadas en la memoria; pero hay un talento, el de los buenos actores, que permite que sintamos que eso que pasa no es mecánico, que hay duda en eso que parece duda, ocurrencia en eso que parece ocurrencia, que eso que dicen los están pensando a medida que lo dicen y no que lo recitan como cruda aplicación de una receta ya preparada.

Entiendo que estas consideraciones les caben por igual a las actuaciones de inspiración brechtiana. Es cierto que, por definición, lo que buscan es evidenciar su artificio, se esmeran en hacerlo ostensible; es cierto que su principal afán es que nunca perdamos de vista que lo que vemos es una representación, mostración de la vida y no la vida. Pero en Brecht tal conciencia del artificio no apunta sino a la plasmación de una verdad, y esa verdad ha de ofrecerse como verdad en acto, en un aquí y ahora muy ajeno al desempeño hueco y automático.

Los buenos actores lo logran. Repiten de memoria, por supuesto, y en el fondo lo sabemos; pero su arte consiste ni más ni menos que en eso: que las palabras que pronuncian no parezcan repetidas, no suenen memorizadas. El que repite de memoria no está pensando en lo que dice, está pensando solamente en decirlo. Ya ni actúa un parlamento, actúa sus actuaciones previas, las de los ensayos en serie que lo trajeron hasta acá. Las palabras que pronuncia se han vaciado, antes que nada, para él mismo, y por eso no pueden sino llegar igualmente vaciadas, ya sin vida, más que muertas, hasta nosotros, los que vemos y oímos.

Ocurre con los niños en los actos escolares: concentrados en no equivocarse la letra, lucen olvidados de eso que están recitando, como si hablaran una lengua que no comprenden bien. Ocurre en los exámenes orales con los estudiantes que, faltos de fe en su inteligencia, descartan el razonar y se largan a perorar cual muñecos a cuerda: incluso cuando dicen todo, lo cierto es que no han dicho nada. Y ocurre con algunos de nuestros políticos, que, tragados por los equipos de asesores, por los coach del adiestramiento discursivo, se ponen frente a las cámaras de televisión a actuar las fórmulas esclerosadas que han previamente ensayado.

Incluso las mejores verdades, dichas así, acaban por sonarnos falsas. Sabemos, porque la historia lo ha demostrado, que con la buena oratoria no basta. Pero la crisis del buen decir no es un aspecto menor en la realidad política de este tiempo.