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El “buen juez” y el género

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A Paul Magnaud sus compatriotas franceses lo llamaron “el buen juez”. Supo tener la virtud de satisfacer los anhelos de Justicia de una sociedad desconfiada de ella a comienzos del siglo pasado. Como presidente de un modesto tribunal de Château-Thierry, su fama traspasó las fronteras y llegó hasta aquí, cuando en el Senado se lo citó expresamente para introducir en forma brillante y valiente la cuestión social en la legislación penal con la aprobación del Código de 1921 durante el apogeo transformador de Yrigoyen. Aún es homenajeado en una calle de Pompeya, bien lejos de Barrio Parque.
Este famoso juez republicano –a la par vilipendiado por colegas y funcionarios herederos del imperio de Napoleón el pequeño– recuperó las enseñanzas de Marat y así se negó a condenar por vagancia a los desocupados, a encerrar por ilícitos insignificantes en casas de corrección –a las que denunciaba como escuelas de corrupción–, y a sancionar a aquella madre sin trabajo que había hurtado alimento en un comercio para su hijo de dos años, a pesar de la falta de regulación del estado de necesidad en la ley francesa, que instó a reformar. Sentenció allí lo lamentable que resultaba en una sociedad bien organizada, que uno de sus miembros –sobre todo una mujer– no pudiese encontrar alimento de otro modo que infringiendo.

Como se deja ver, en su defensa por los más vulnerados, fue un adelantado al hacerse cargo de la causa de las mujeres, desde fundamentos que apuntaban contra la discriminación y la supremacía masculinista como precondición para la acumulación de riqueza. Así impuso condenas por testimonios dados contra la honra de una mujer, anticipó el divorcio mutuo y negó que un marido disfrute de los productos de la sociedad conyugal sin soportar las cargas.
Bien vale su evocación cuando cada 25N se recuerda la violencia contra la mujer como la negación de derechos más frecuente, extendida y naturalizada, y cuando no abunda el valor y la tenacidad humanitaria de Magnaud en las decisiones.

Porque más allá de censurarse hoy no pocos fallos, no pueden desconocerse las fallas de estructuras organizacionales y prácticas judiciales instituidas a partir de un modelo androcéntrico. Cierto es que todo el orden jurídico –atento a su identidad conservadora– responde a una matriz patriarcal, pero tampoco es menos que la imagen simbólica de la Justicia nunca dejó de ser femenina.
Sin embargo, la sistemática violencia contra la mujer –en sus dimensiones física, sexual, psicológica, económica, cultural– comprende también en su definición legal las perpetradas desde el Estado o por sus agentes, y aún de modo indirecto toda discriminación que la ponga en desventaja respecto al varón. De modo que frente a la investidura sexista que se reproduce en la estructura judicial, la primera discriminación a atender es la que sufren las mujeres en los propios tribunales, tal como fuera relevado por la Corte Suprema de Justicia de la Nación.

El acceso a una Justicia no sexista facilitará desmontar un planeamiento misógino que con ceguera burocrática y hasta un argot esotérico concluye en la siempre denunciada revictimización de los expedientes. Frente a esta tara genética, una respuesta inmediata y efectiva a los factores de riesgo es la de incluir en los mismos al propio andamiaje administrativo y sus operadores, para que de una vez por todas sea atendida la asimetría en las relaciones de poder constituidas en la sociedad.

Así, frente al auténtico trauma colectivo que conlleva la situación actual de violencia de género y desde los desafíos marcados por el impacto del movimiento “Ni una menos” o de la campaña “Yo también”, no pueden postergarse un solo día las transformaciones para una igualdad real de género dentro del Palacio de Justicia, si en verdad se quiere proteger y reparar a la víctima.
            
*Juez y profesor titular UBA / UNLP.