En un mail que lleva el subject insuperable de “Ideas Especiales”, me pidieron que hablara sobre la situación que se vive a partir de la operación a Cristina y el traspaso de poderes a Boudou. Acabo de ver el debate entre candidatos porteños, durante el cual no se hizo referencia a esta situación. Sabíamos que el programa no iba a ser en vivo, pero parecía grabado hace dos años. Los candidatos no dieron indicio de compartir nuestra dimensión temporal. Hablaron de calidad institucional sin mencionar que no hay presidente, de derechos humanos sin nombrar a Omar Chabán, que agoniza por el trato recibido en la cárcel, víctima del Estado.
En los diarios sólo hay notas sobre lo que dijo alguien de otra persona. Emerge a simple vista un factor común; en todas aparece alguien intentando callar a otro. No en contra de algo específico, lo importante parece ser el acto de enunciar que otro no debe decir lo que dice. Gobierna de hecho Carlos Zannini, cenobita fanático del agonismo mogol, pero Ricardo Forster se empeña en la impracticable misión de conseguir que nadie insulte a Cristina y dice estar preocupado por la salud de la convivencia democrática. Felipe Solá dice que Boudou sólo sirve para manejar una moto; un comentario benigno y elogioso para un vicepresidente que –sabemos– sirvió para muchas otras cosas, ninguna buena. Mauricio Macri, el jefe de Gobierno que nunca se expide a tiempo sobre nada, siente la necesidad de retar rápidamente a Solá por su declaración: dice que “esa humorada no corresponde”, porque “no deben aparecer divisiones que agraven el momento”. Más tarde, en televisión, Solá finge una actitud relajada, pero al primer chiste responde con rigidez: “Más respeto, que hoy es el cumpleaños del Presidente Perón.”
Arendt decía que el totalitarismo produce, a la larga, un tipo peculiar de cinismo: la imposibilidad de creer que algo puede ser cierto. “La sustitución consistente de la verdad por mentiras no produce una situación en la cual la mentira termina siendo aceptada como verdad. En cambio, lo que sucede es que nuestra capacidad para aprehender el mundo real se termina destruyendo.” El debate televisivo que mencioné al principio es prueba irrefutable de que nos encontramos en esa situación. El miércoles a la noche, cuando entrego esta columna, sólo unas docenas de argentinos saben si la Presidenta existe, y el resto se comporta como si esto no fuera un problema. Nadie le cree a nadie, pero todos simulan una rutina normal aunque lo único que pueden observar o refutar es lo que dicen otros. El mundo real es inaprehensible.
Tengo dos ideas hoy, no muy especiales. La primera es que esta manía de hacerse callar mutuamente –una compulsión que se excusa en invocaciones vagas a los modales y la convivencia, pero se expresa espasmódicamente, como un acto reflejo– responde al temor de que la realidad se filtre y los demuestre locos. No creo que lo hagan a propósito; es como la negación del adicto, o el recurso final de la superstición cuando todo lo demás falla.
De la segunda idea no estoy tan seguro, pero me parece que este simulacro sólo puede blindarse eficazmente con la ayuda de quienes lo denunciamos en un terreno simbólico. Dicho de otro modo; cumplimos la función del bufón, el payaso que descomprime un poco la sensación de opresión, comentándola con la anuencia de quienes la producen, sin ser tomados nunca muy en serio.
Es previsible que yo venga hoy a decir que me cago en la investidura presidencial (lo cual es cierto, pero no importa). Otros payasos dirán lo contrario en columnas adyacentes, el diario podrá sostener una fachada ilusoria de pluralismo y libertad, y cuando la realidad venga en forma de zombies, o de pobres, o de deudos a romper las ventanillas del auto para comerse a tu familia, nadie habrá tenido nunca la culpa de nada. Creo sinceramente que para este problema no hay solución, más que huir lo más lejos y lo más rápido posible.
*Escritor y cineasta.