El 21 de diciembre de 2007 hacía apenas 11 días que Cristina Fernández, la esposa de Néstor Kirchner, había recibido los atributos formales del poder. En esas horas iniciales, y pese al violento sacudón producido por los 800 mil dólares venezolanos, reinaban las expectativas y conjeturas, ese inefable aire de esperanzada ansiedad que producen los tiempos nuevos.
Ese 21 de diciembre de 2007 una nueva sociedad anónima nacía en la Argentina. El edicto firmado por el juez Carlos Enrique Arenillas establece la constitución de El Chapel SA de acuerdo al expediente Nº E-6391 de 2007, con escritura pública Nº 1193, labrada en folio 3760 el 21 de diciembre de 2007, pasada por ante el Registro Notarial 42 del escribano Jorge M. Ludueña. Allí se determina que Máximo Carlos Kirchner, de 31 años, y los cónyuges en primeras nupcias entre sí, Néstor Carlos Kirchner, de 58, y Cristina Elizabet Fernández, de 55, constituyeron la sociedad, con un directorio presidente por Máximo Carlos y cuyos directores suplentes son Néstor Carlos y Cristina Elizabet. Procedimiento aparentemente impecable, la nueva empresa de la familia Kirchner quedó acreditada en la edición 4215 del Boletín Oficial de la provincia.
Las metas de El Chapel SA incluyen asesoramiento financiero y préstamos de dinero. Impresiona lo obsceno del mensaje de la familia presidencial: a diez días de asumir la Presidencia de la Nación, la señora de Kirchner prestaba su nombre para fundar una financiera en Santa Cruz. Su hijo daba la cara como mascarón de proa.
Naturalmente, el emprendimiento no es conflictivo para los Kirchner. Tampoco merece la pena preguntarse qué relación existe entre la retórica industrialista y productivista de la familia presidencial y su irresistible tendencia a meterse en negocios financieros e inmobiliarios desde fines de los años setenta, cuando comenzaron a acumular fortuna, en plena dictadura militar.
Pero esa murmuración podría resultar irrelevante; no siempre los convencidos de la superioridad del industrialismo se privan de abocarse al negocio de la usura. Una cosa es la retórica de barricada y otra las efectividades conducentes como inmoralidad política, ese “lenguaje del bosque” del que hablan los franceses cuando aluden a la retórica oficial de regímenes cuyo vacuo vocabulario encubre mentiras evidentes. Para los Kirchner es normal que primogénito, papá y mamá funden una financiera cuyos directivos son, precisamente, el ex presidente, la Presidenta y el hijo de ambos. Consideran que esas sutilezas son usadas por sus adversarios para deteriorar al “modelo” y que, además, en ultramar hay sociedades que toleran a Berlusconi, Bush y Sarkozy en promiscua relación con el mundo de los negocios propios (el norteamericano y el italiano) y ajenos (el francés).
¿Es una extravagancia impropia conjeturar que hay algo intrínsecamente dañino cuando un matrimonio gobernante hace ya más de cinco años arma una financiera y pone a su hijo al frente con sus padres como laderos? No lo es, claro. Son excesos imperiales como el denunciado aquí la semana pasada (“No sabe, no contesta”), la conversión de la Residencia Presidencial de Olivos en unidad básica partidaria donde preparan las elecciones de 2009.
La desoladora verdad es que estas enormidades no parecen mover demasiado la aguja de la preocupación general. Resignada, acostumbrada o curada de espanto, la sociedad argentina contempla los republicanicidios más ostentosos con cara de otario. Gran ventaja de este tipo de conductas naturalizadas y enraizadas: es así, siempre fue así y siempre seguirá siendo así, relato que emana del subconsciente colectivo, densa aceptación de lo ilegal que empapa a la entera sociedad argentina.
Por eso, incurre en estimulante pero ilusoria expresión de deseos la singular columna de Fernán Saguier (“El regreso del péndulo de la política”, La Nación, 14 de septiembre) cuando asegura que “silenciosamente, el ánimo colectivo compone un boletín de calificaciones más exigente para medir aspiraciones y perfiles” y se entusiasma con una ciudadanía supuestamente deseosa de mayor apego a las instituciones, rendición de cuentas, rechazo de la prepotencia, abandono del vasallaje al poder, mejores maneras y cese de la demonización de la prensa.
Ese mismo diario publicó la noticia de la nueva boutique financiera de los Kirchner, gracias a una crónica de la corresponsal Mariela Arias (“Los Kirchner crearon otra empresa”, La Nación, 16 de septiembre). Una Presidenta haciendo negocios, formidable desmesura, no sería concebible en un país más alerta e intolerante ante exhibiciones de soberbia del poder.
¿No le podrían haber advertido a la Presidenta y a quien acababa de tener ese cargo que no pueden ser directores de una financiera privada por el elemental hecho de tener acceso discrecional a información clasificada de la AFIP y de la SIDE? Se destaca en este hecho, además, un rasgo proverbial de su personalidad: es tanta su obsesión por no delegar nada, que ni se permiten testaferros en este tipo de iniciativas y son ellos mismos los que dan la cara en El Chapel SA, convencidos de que nada es demasiado grave nunca, y de que la sociedad argentina todo lo olvida y lo perdona.
Tampoco parece contar otro costado tanto o más importante: ¿cómo pueden estar abocados a negocios privados, financieros o no, los habitantes de la Residencia de Olivos? ¿En qué tiempo libre se dedican a ellos? ¿Les informa Máximo de cómo van las cosas, cuánto facturan, cuánto erogan, qué peso fiscal recae sobre ellos, cómo andan de cash-flow? ¿Tienen, acaso, su cabeza equipada para atender esos menesteres financieros? No son, probablemente, cuestiones que merezcan ni siquiera un rato de insomnio nocturno en los cónyuges presidenciales, que gozan de una muy alta autoestima, que los conecta con los sueños grandiosos del Perón que hablaba de una Argentina potencia.
Tan alta es la certidumbre en la corrección del rumbo y en la virtud desbordante de sus actos, que Cristina Kirchner se enorgulleció esta semana de la Argentina al comentar, como vulgar columnista de opinión, la catastrófica crisis financiera de los Estados Unidos. Dijo: “Aquí, nosotros, modestos y humildes, los argentinos, con nuestro proyecto nacional, con nuestro construir (sic), con nuestros propios esfuerzos”. También calificó desdeñosamente a los Estados Unidos, “ese primer mundo que nos habían pintado en algún momento como la meca a la que debíamos llegar, se derrumba como una burbuja”.
Además de lo extraño que resulta una burbuja “derrumbada”, es el antiguo vicio de la autorreferencialidad: el imperialismo yanqui es basura corrupta que sea cae mientras a nosotros nos va fenómeno, “placeres insidiosos del prejuicio y de la ideología”, como define Paolo Macry en Corriere della Sera (“Napoli, i miti caduti della sinistra”, 17/9). En El Calafate potencia todos los almuerzos son gratis. Mientras el mozo no venga con la cuenta, los comensales se refocilan en un antiyanquismo estéril, presumiendo de que las ventajas comparativas de la argentinidad son tan abrumadoras que ha llegado el momento de hacer escarnio del “tigre de papel” norteamericano, como llamaban los maoístas a los Estados Unidos antes de conducir a China al capitalismo.