¿Llego tarde para la entrega de los Oscar? Los comento igual. Si total no tienen ninguna importancia. O al menos, casi ninguna importancia artística.
Sí: esta vez hubo corrección política in extremis. En la era Obama, los yanquis –entendidos todos juntos como una colonia de hormigas laboriosas o de lémures suicidas siberianos– tratan de simpatizar con los temidos “otros”. El pueblo quiere lavarse de Bush. Los Oscar son la cara más inocua de este cambio; en materia de películas, el giro importa bien poco. En otras materias, donde realmente importa, difícilmente ocurra con tanta docilidad.
Danny Boyle y la pobreza en Bombay reciben los lauros. También Kate Winslet, pero no por su genial trabajo en Revolutionary road, de Sam Mendes, sino por The reader, donde hay nazis, y donde el Mal es concreto y definido. Claro, la otra película (donde un arrasador Leonardo DiCaprio es prolijamente ninguneado) es indeglutible para ese conglomerado medio que es el gusto oscaresco. Sean Penn le gana a Rourke quizá por contenido; Penélope Cruz amplía la lista de actores que surgen para Hollywood igualados a los que tienen la suerte laxa del producto de origen y del inglés nativo.
Miro la ceremonia escolar (donde al menos los discursos son breves), voy apostando a cada ganador, y acierto sin errores. Fuera de las omisiones de rigor, esta lavada de cara no me cae tan mal. ¡Cuando premian sandeces nos enojamos peor! Ahora que –por lo menos– pretenden blanquear su conciencia (por el camino fácil del contenido explícito), muchos se enojan también. En fin. Lo dicho: es una de las cosas menos importantes del mundo. Como el fútbol. Por eso nos permite asumir posiciones apasionadas. Porque son irrelevantes.