La semana pasada reinaba una modesta euforia en las librerías que venden libros importados. En su infinita discrecionalidad, la Secretaría de Comercio había autorizado un par de embarques, y éstos habían salido de la Aduana. Guillermo Moreno se ha convertido en nuestro crítico literario más influyente, ya que de su opinión depende que los libros se lean o no. Pero a su mezquindad debo agradecerle un libro extraordinario, en el que tal vez no hubiese reparado si su política fuese más flexible y los estantes estuvieran abarrotados.
El libro se llama Ocho historias de Tokio y su autor es Osamu Dazai, del que no había oído hablar hasta encontrarme con esta edición española. En realidad, las historias son nueve, una de las cuales es la del título, pero ésa no es la única curiosidad. El libro no incluye una introducción, aunque cada relato viene precedido por una fotografía, y de los breves epígrafes se deduce una parte de la biografía del escritor. La otra está en la ficción. Dazai (1909-1948) tuvo una vida que resulta fabulosa de tan miserable: nacido en una familia noble, fue un enfant terrible que vivió acosado por las deudas, la culpa, el alcohol, la morfina y una serie de relaciones amorosas trágicas, en su mayoría con mujeres de condición social inferior. Dazai practicaba un deporte en el que debería ser recordista Guinness: el pacto suicida. Efectivamente, al menos tres veces intentó suicidarse con su pareja del momento. En una los dos sobrevivieron, en otra murió ella, la tercera fue la vencida y tuvo un éxito completo. Es cierto que los japoneses tienen talento para el suicidio espectacular (basta pensar en Mishima), pero Dazai fue un campeón. De sus pactos, relaciones y adicciones habla en Ocho historias, pero su prosa no es nunca desesperada, sino distante, relajada, humorística, finísima: el tipo demuestra ser un gran conocedor de literatura universal y un escritor muy original, capaz de contar lo más crudo del modo más ingenioso y amable. Uno de los cuentos, por ejemplo, es una conversación entre dos escritores que aparentemente van imaginando a dúo una historia que resulta en realidad la de su amante muerta. “Detente ahí. No te lo estás inventando. / Tenía razón. Al mediodía siguiente, la mujer y yo intentamos suicidarnos. No era geisha ni pintora. Era una chica de origen humilde que había vivido en mi casa.”
El humor de Dazai es de primera categoría. De quien se enrola en el comunismo (él mismo no se privó de ese vicio), dice: “Es como alguien que se embarca con la única intención de convertirse en lacayo del capitán”. En uno de los cuentos, el narrador contempla a una adolescente desnuda en un baño termal. A la salida se la encuentra vestida y no la reconoce: “Tuve ganas de disculparme y decirle: lo siento, estoy más familiarizado con tus tetas que con tu cara” (de paso, ¡qué buena traducción!).
Y ahora vuelvo al principio con melancolía. Moreno ataja los libros que deberían llegar a Buenos Aires, en París cierran las editoriales, en Barcelona las librerías, el e-book se impone, los libros son caros y la gente ya no los lee. Todo indica que el de Dazai será uno de los últimos que compre porque me llama la atención la tapa y tengo la oportunidad de tenerlo en las manos y hojearlo. Díganme si este cuadro no justifica un pacto suicida.